Opinion

¿Y ahora qué hacemos con Pemex?

Pascal Beltrán del Río

2016-02-09

Ciudad de México— José Antonio González Anaya (Coatzacoalcos, 1967), vigésimo director general de Petróleos Mexicanos, es apenas el segundo veracruzano en encabezar la empresa.
La que ocupa desde el lunes es una posición que, durante varias décadas, fue equivalente a la de una secretaría de Estado, por el poder económico y político que concentraba.
El primer titular de Pemex fue el ingeniero geólogo Manuel Santillán (1894-1982), quien también fue gobernador de Tlaxcala, dos veces subsecretario de Estado y uno de los fundadores de la CFE.
Desde 1938 se han sentado en esa silla políticos prominentes como Antonio J. Bermúdez –director por dos sexenios–, Jesús Reyes Heroles, Julio Rodolfo Moctezuma, Mario Ramón Beteta y Francisco Rojas.
A diferencia de sus antecesores, González Anaya llega a Petróleos Mexicanos en condición de apagafuegos. La antigua paraestatal –hoy formalmente denominada “empresa productiva del Estado”– está en virtual quiebra.
Tiene varios lastres, pero uno de los más graves es su pasivo laboral, producto del engrosamiento de su nómina y la acumulación de beneficios sindicales.
Por eso suena lógico que un experto en pensiones como González Anaya, quien ya tiene experiencia haciendo reingeniería financiera en el IMSS y el ISSSTE, llegue al rescate.
La pregunta es ¿qué se debe hacer con Pemex? Evidentemente, hay que cortar todos los gastos superfluos, eliminar el saqueo, liquidar a todo el personal no indispensable y pensar bien las inversiones.
Sin embargo, si no se le cambia la forma de andar, todo eso servirá de poco, incluso limpiándole todos los cuadernos, perdonándole impuestos e inyectándole capital.
En muchos sentidos, Pemex es como un dinosaurio que ya ha sido alcanzado por la nube de polvo creada por un meteorito.
El problema –como hace años advirtió el economista Jesús Puente Leyva– fue convertir a Pemex en la principal caja registradora del erario, mediante la exportación de petróleo crudo. Eso la dejó sin suficientes recursos para reinvertir, y los que sí, no tuvieron el mejor destino.
Aunado a eso, desarrolló una corrupción paradigmática y una cultura laboral ineficiente. Y, por si fuera poco, los precios del petróleo se han desplomado a sus peores niveles reales desde 1999.
Hace años, un funcionario de Pemex me relataba que cuando se descomponía su computadora llegaban tres empleados enviados por el área de sistemas. “Mientras uno de ellos arregla el problema, los otros dos lo observan”, describía.
No tengo duda que muchos trabajadores de Pemex, sobre todo los que laboran en las áreas de producción y refinación, están muy bien capacitados y aman lo que hacen. Pero también me queda claro que la empresa está llena de empleados que hacen como que trabajan, porque trabajar en serio los puede meter en aprietos con el sindicato e, irónicamente, costarles el puesto.
La nómina de Pemex todavía está llena de personal cuya principal ocupación es sacar copias fotostáticas e ir de oficina en oficina a que les sellen los papeles. Si labores como esas y muchos otros actos de ineficiencia las pagara una empresa privada, pronto estaría quebrada y tendría que cerrar.
En ese caso, los contribuyentes no tendríamos que preocuparnos pues no se trataría de dinero público. Pero en éste, sí lo es. Las ineficiencias, el malgasto, la corrupción e incluso el robo de combustible que realiza la delincuencia organizada le cuestan a usted que paga impuestos.
Por eso aquí hay que tomar decisiones drásticas. El statu quo en Pemex no debe continuar. Si se va a invertir dinero de los contribuyentes en rescatar la empresa debe hacerse con el mayor cuidado y poner un alto a los vicios que viene arrastrando la empresa desde hace décadas.
Ahora, si me pregunta a mí, yo iría más allá. Como escribí aquí el viernes, dejaría ir a Pemex, y la convertiría en un fideicomiso para liquidar sus deudas. El resto de sus tareas, las privatizaría. Por supuesto, no sin antes procesar a todos aquellos responsables de este gran colmo: quebrar una empresa que debió ser rentable por la sencilla razón de que hacía lo que hacía sin tener que preocuparse por competencia alguna. 

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