Opinion

Viñetas de El Paso colonial

Víctor Orozco
Analista político

2015-08-29

El pasado 28 de agosto impartí una conferencia sobre historia del pueblo de El Paso. Abarcó el tiempo comprendido en las últimas décadas del siglo XVIII y primera del XIX. Se incluyó en el ciclo que cada año organiza en Ciudad Juárez la Sociedad Paso del Norte por la Cultura de la Historia, dedicado en esta ocasión al periodo colonial. Presento aquí unas resumidas viñetas de la vida cotidiana de los paseños, habitantes de estas tierras hace unos dos siglos y mencionadas en la plática.

La población y sus clases
Ubicados en los confines del mundo ibérico, los vecinos e indios del pueblo de El Paso del Norte –que también se llamaba Real Presidio del Paso del Río del Norte o Pueblo de Nuestra Señora de Guadalupe del Passo del Río del Norte, o Pueblo de Nuestra Señora de Guadalupe Real Presidio de Nuestra Señora del Pilar y Señor San José del Passo del Río del Norte, nombre este último que parece una letanía– sumaban hacia la sexta década del siglo XVIII, 4750 personas, contando a San Lorenzo el Real, San Antonio de Senecú, San Antonio de la Isleta, la Purísima Concepción del Socorro, y la Hacienda de los Tiburcios, donde posteriormente se instaló el presidio de San Elizario.
El Paso concentraba al ochenta por ciento de los habitantes y al igual que otros poblados del imperio español, había tomado su nombre de un paso natural, en el caso, aquel por donde el río del Norte cruzaba la sierra. Todos pertenecían a la jurisdicción política y administrativa del Nuevo México, desde que Juan de Oñate había tomado posesión de estas tierras en nombre del rey de España buscando al “Nuevo” México.
El Paso era en la segunda mitad del siglo XVIII, un asentamiento en el que convivían varios grupos étnicos que tenían, de acuerdo con el sistema del antiguo régimen, un estatuto diferente para cada uno de ellos.
En primer lugar estaban los españoles, muchos de ellos originarios todavía de la península ibérica, generalmente casados con alguna criolla proveniente del centro de la Nueva España.
En segundo lugar estaban los descendientes de estos matrimonios, quienes gradualmente componían al grueso de los propietarios por la vía de la herencia. Seguían los mestizos, ocupados en labores de arriería y en todos los trabajos del campo, principalmente el cultivo de árboles frutales y viñedos.
A todos estos grupos se les ubicaba bajo el rubro genérico de “españoles y gentes de otras clases” en las listas o padrones. Éstos se instalaban en los pueblos como vecinos, lo cual significaba que tenían varios derechos y obligaciones, entre los primeros, poder comerciar con sus tierras y por tanto cambiar de domicilio, entre las segundas, pagar impuestos, diezmos y primicias.
Por último, genéricamente se llamaba “indios” a un conglomerado de diversas matrices, que si nos guiamos por la manera como se dirigían a sus componentes el resto de los pobladores, importaba poco precisar. Había tiguas en Ysleta, apaches, piros y topiros en Socorro y restos de los sumas en San Lorenzo, entre otros.
A todos ellos simplemente se les llamaba “indios”. Tal estatuto no les permitía convertirse en vecinos, pues no eran dueños individuales de las tierras, sino que éstas les eran asignadas por la Corona. No podían vivir fuera de la comunidad y no pagaban impuestos personales, en cambio, debían entregar los tributos a los cuales se sujetaba en conjunto la comunidad y pagar, a veces entre rezongos, las bulas de la santa cruzada cuya compra era hipotéticamente voluntaria. Aparte estaban los apaches, que aun cuando no se establecían en ningún pueblo de manera permanente, estaban siempre en contacto y muchos de ellos eran aliados de los novohispanos a quienes servían con frecuencia como rastreadores o huelleros en las expediciones contra distintas partidas de los de su misma nación. Por tanto, en la plaza de El Paso, a la hora de juntarse para comerciar se hablaban varias lenguas a la vez.
Aunque no eran muy comunes, también existían los esclavos, de origen africano. Por ejemplo, en el inventario de bienes mortuorios de Ana Valverde en1762, se incluyen dos esclavos “sin escrituras” llamados Joseph y Thomasa, quienes fueron valuados en doscientos pesos, una cantidad bastante considerable. De la misma manera, en el inventario de bienes que pertenecieron al cura de la parroquia del pueblo de El Paso, José Ignacio Suárez, fallecido en 1804, se registraron tres esclavos: Simón Bejereno, su madre y un hermano del primero. También Antonia Horcasitas, fallecida en 1805, era dueña de al menos de un esclavito llamado Macedonio y de una esclava llamada María de la Luz.
Debe tenerse presente que en los inicios del siglo XIX se mantenía el sistema de la esclavitud en todos los dominios ibéricos. Fueron los primeros caudillos o gobiernos de la insurgencia quienes lo abolieron, como sucedió muy tempranamente en México con el decreto expedido en Guadalajara por Miguel Hidalgo en diciembre de 1810. (En Cuba y en Brasil subsistió hasta 1880 y 1888 respectivamente.)

Producción y comercio
Las feraces riberas del río del Norte, como se le llamaba comúnmente, habían adoptado perfectamente las plantas importadas por los europeos y eran pródigas en la producción de uvas, manzanas, duraznos y peras. Los españoles no se dedicaban al cultivo de las semillas autóctonas como el maíz, el frijol o la calabaza, trabajo ejecutado por los indígenas en sus comunidades cercanas. Esto se colige al examinar un buen número de testamentos, cuyo caudal hereditario se forma por viñedos y frutales, sin que se mencione a otros productos.
El valor de la riqueza se medía sobre todo por la cantidad de cepas y de árboles frutales, tasándose también los álamos, abundantes en las vegas del río y altamente apreciados por su madera y por la sombra que brindaban. Por ejemplo, en el testamento otorgado el 7 de noviembre de 1754 por Juana de Herrera, esposa que fue de Francisco Tafoya, se dejan bienes por valor de 2466 pesos y 4 reales, distribuidos de la siguiente manera: casa 187 pesos 4 reales, ajuar 214, tierras 125, viña y árboles 1940 pesos, equivalentes a otras tantas plantas, valuadas a un peso por unidad. Como es de suponerse, los habitantes de estas regiones norteñas eran (desde entonces) consumados bebedores del aguardiente y del vino producidos en El Paso.
Una mula cargaba al menos dos barriles quintaleños de caldo, que a su vez contenían ciento veinte cuartillos cada uno con un valor de tres reales por unidad el aguardiente y poco más de real y medio el vino, de los cuales se iba surtiendo a cada poblado por donde pasaba la conducta.
Los dueños de huertas y parcelas en las vegas del río, empleaban a lo largo del año una tropa bastante nutrida de jornaleros, en tareas tales como los riegos, cultivos, pizcas y al final, el procesamiento de manzanas, peras y sobre todo de las uvas.
Las primeras eran deshidratadas y conservadas de esta manera por largos meses, lo que permitía su comercialización durante casi todo el año. Fue así como se hicieron famosos los “orejones” de El Paso en las poblaciones de Sonora, la Nueva Vizcaya y del Nuevo México. Cuento una anécdota: en la villa de Chihuahua los comerciantes paseños tenían asignado un lugar en el Paríán.
A su partida, un bromista les gritó: "Adiós, paseños orejones". (El nombre, recordemos, también se emplea como sinónimo de tonto o pasguato). A esto, uno de los aludidos, siguiendo el juego de palabras le respondió: "Los paseños nos vamos, los orejones se quedan".
Los viñedos constituían la fuente de ingresos más relevante, toda vez que eran la base de una industria con un alto valor agregado.
El trajín de las recuas compuestas por unos pocos animales o varias decenas, no cesaba en todo el año, llevando los productos regionales a la villa de Chiguagua (sic), por ejemplo y luego de allí tomando flete para la ciudad de México, en donde se cargaban de nuevo para otra entrega en Guadalajara, en un recorrido que duraba largos meses, para regresar a El Paso con los cascos de los caldos y una gran variedad de mercaderías que se llevaban hasta las poblaciones del norte del Nuevo México.

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