Opinion

El abogado bueno y el malo

Eustacio Gutiérrez C.
Analista

2015-07-23

Buen abogado es el que gana el caso, pero es mejor el que obtiene justicia aun sin la absolución de su cliente, ya que la misión del abogado no es, en esencia, la de conseguir a toda costa, en todos los casos, sentencias absolutorias, y menos si el acusado es realmente culpable y merece una pena por su delito. Por eso, antes que pensar en la ley, el abogado debe pensar en la justicia.
Cuando el abogado está convencido de la inocencia de su cliente, es justo que busque su absolución con todos los medios que la ley pone a su alcance, pero también es justo que si está convencido de lo contrario procure, entonces, una sentencia justa para su cliente, que no le cause mayores perjuicios de los que merece, sin menoscabo de la solución anticipada de los conflictos a través de la justicia alternativa que contempla el nuevo sistema de impartición de justicia.
En eso consiste una defensa adecuada, contrariamente a la idea que generalmente se tiene de que el prestigio del abogado sólo se mide por el número de los casos que gana, sin importar que las personas a quienes defiende sean realmente culpables.
No es ético ni moral que el abogado, cuando pierde por no tener la razón de su lado, haga creer a su cliente que fue víctima de una injusticia y no de una mala defensa; o bien, que al no aceptar su contraparte alguna propuesta de negociación, ejerza la defensa de forma temeraria y caprichosa a pesar de saber que la persona a quien defiende no es inocente. Me refiero obviamente a los malos abogados, que sin conciencia moral ni recta razón para defender a sus clientes, manipulan la verdad –incluso desde el inicio de su encargo– con el afán de ocultar sus errores, obstruir el proceso o justificar sus honorarios.
Con frecuencia comparecen en los tribunales personas que fueron ofrecidas como testigos y que previamente fueron aleccionadas por los abogados para declarar con falsedad ante los jueces, una práctica que ciertamente se ha hecho costumbre en el ejercicio de la abogacía al grado de llegar a ser considerada como algo normal, aceptable o cuando menos tolerable, como parte del folclor de los litigios, como si tuvieran esas personas el carácter de testigos de oficio y que, como medios de prueba, en apoyo de la teoría del caso de los malos abogados, siguieran un guión o protocolo preestablecido, algo parecido a las personas que en épocas pasadas cobraban por llorar y fingir sufrimiento en los funerales. De ahí que deba reprocharse con mayor severidad y precisión la práctica deshonesta de quienes así contribuyen a la quiebra moral y al descrédito de la abogacía, con independencia de que la promoción del falso testimonio se realice en un asunto penal, civil, laboral o de otra índole.
La defensa que se ejerce de forma seria y profesional, con talento y honestidad, es buena defensa y puede responder favorablemente a los intereses legítimos del acusado, que tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se establece legalmente su culpabilidad, es decir, hasta que el juez, fuera de toda duda razonable, adquiera la convicción de que realmente se cometió el hecho punible y que el acusado lo cometió o participó culpablemente en su comisión, en congruencia con el debido proceso penal, que tiene como propósito el esclarecimiento de los hechos, proteger al inocente, y que los daños causados a la víctima o al ofendido se reparen.
Debe distinguirse, entonces, entre lo que es y lo que no es una buena defensa, entre lo que es y lo que no es un buen abogado. No es lo mismo ser defensor que ser “un” defensor. Por regla general cualquier persona, con el título de licenciado en derecho, puede ser designada para ese cargo, pero no cualquiera puede desempeñarlo debidamente porque, dentro de los factores que intervienen en la defensa, la inteligencia, la capacidad y la experiencia, juegan un papel muy importante, tanto así que de ellas puede depender el éxito o el fracaso de los litigios y, a veces, la libertad de una persona.
De nada sirve saber de memoria lo que dice la ley en cada caso concreto si ésta no es digerida por la razón y se hace valer de forma oportuna, clara y precisa, sin necesidad de recurrir en la audiencia a frases retóricas o de pantalla. El debate es más productivo para quien tiene la virtud de evidenciar la verdad y la sinceridad de sus palabras, que para quien sólo hace gala de sus cualidades oratorias. Por eso, la razón es buena aliada de las palabras, y por eso, el abogado que defiende una causa justa con dignidad, hace honor a su profesión y es más apreciado socialmente.
Como el juez y el fiscal, el abogado tiene el deber ineludible de ajustar su actuación a la ley y buscar con la ley la justicia, con lealtad a la verdad y a los principios éticos y morales de su profesión; de no ser así, nada tiene que hacer como abogado.

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