David Brooks / New York Times News Service
2015-11-21
Nueva York— Es fácil pensar que ISIS es algún tipo de cáncer maligno y medieval que ha resurgido de alguna manera en el mundo moderno. El resto de nosotros estamos yendo en pos de la felicidad, y aquí llega este anacronismo fundamentalista, diseminando muerte.
Pero en su libro, “No en el nombre de Dios: Enfrentando la violencia religiosa”, el brillante Rabino Jonathan Sacks argumenta que ISIS, de hecho, es típico de lo que veremos en las próximas décadas.
El siglo XXI no será un siglo de secularismo, escribe. Será una era de ‘desecularización’ y conflictos religiosos.
Una parte de esto es meramente demográfico. Comunidades religiosas producen muchos bebés e inflaman sus filas, en tanto comunidades seculares no lo hacen. El investigador Michael Blume se remontó hasta la India y Grecia antiguas y concluyó que cada población no-religiosa en la historia ha experimentado deterioro demográfico.
Los seres humanos también son animales que buscan significado. Vivimos, como escribe Sacks, en un siglo que “nos ha dejado con un máximo de opciones y un mínimo de significado”. Los substitutos seculares a la religión –nacionalismo, racismo e ideología política– han conducido en su totalidad al desastre. Muchísimos llegan a la religión en tropel, a veces –particularmente dentro del islam– a formas extremistas.
Esto ya está conduciendo a violencia religiosa. En noviembre de 2014, solo por hablar de un mes, hubo 664 ataques yihadistas en 14 países, matando un total de 5,042 personas. Desde 1984, se estima que 1.5 millones de cristianos han sido muertos por milicias islamistas en Sudán.
Sacks hace énfasis en que no es la religión en sí la que causa violencia. En su libro Enciclopedia de Guerras, Charles Phillips y Alan Axelrod sondearon 1,800 conflictos y encontraron que menos de 10 por ciento de ellos tenía algún componente religioso.
Más bien, la religión fomenta la formación de grupos, y el otro lado de la moneda de esa formación de grupo es el conflicto con personas fuera del grupo. La religión puede dar origen a densas comunidades morales, pero en formas extremas también puede conducir a lo que Sacks llama dualismo patológico, mentalidad que divide al mundo entre quienes son buenos fuera de cualquier reproche y aquellos que son irremediablemente malos.
El dualista patológico no puede reconciliar su humillado sitio en el mundo con su propia superioridad moral. Acoge una religión politizada –la restauración del califato– y busca destruir a aquellos fuera de su grupo mediante una fuerza apocalíptica. Esto dar lugar a actos de lo que Sacks llama mal altruista, o actos de terrorismo en los que se cree que el propio sacrificio involucrado de alguna manera confiere el derecho a ser despiadado e indeciblemente cruel.
Eso fue lo que vimos en París la semana antepasada.
Correctamente, Sacks argumenta que necesitamos armamento militar para ganar la guerra en contra de fanáticos como ISIS, pero necesitamos ideas para establecer una paz perdurable. Es improbable que el pensamiento secular o el relativista ofrezcan una réplica eficaz. Entre personas religiosas, los cambios mentales se encontrarán mediante una reinterpretación de los mismos textos sagrados. Tiene que haber una Teología de los Otros: una compleja comprensión bíblica de cómo ver el rostro de Dios en extraños. Eso es lo que Sacks se propone hacer.
Las grandes religiones tienen su fundamento en el amor, y satisfacen la necesidad humana de comunidad. Pero, el amor es problemático. El amor es preferencial y particular. El amor excluye y puede crear rivalidades. El amor a una escritura puede dificultar la entrada empática a las mentes de quienes acogen otra.
La Biblia está llena de rivalidades entre hermanos: Ismael e Isaac, Esaú y Jacobo, José y sus hermanos. La Biblia cristaliza la verdad en el sentido que la gente a veces termina compitiendo por el amor parental e incluso compitiendo por el amor de Dios.
Si se leen de manera simplista, las rivalidades entre hermanos en la Biblia parecen meramente relatos de victoria o derrota: Isaac sobre Ismael. Sin embargo, las tres religiones abrahamicas tienen sofisticadas tradiciones interpretativas de varias capas que socavan interpretaciones fundamentalistas.
A la par de la ética del amor está una directriz de acoger una ética de justicia. El amor es particular, pero la justicia es universal. El amor es apasionado, la justicia es desapasionada.
La justicia demanda respeto al otro. Saca provecho de la memoria colectiva de personas que están en comunidades de alianzas: Su pueblo, de igual forma, fueron alguna vez vulnerables extraños en una tierra extraña.
La directriz no es solo para ser empático hacia desconocidos, lo cual es frágil. La directriz es para ir en pos de la santificación, que involucra lucha y, a veces, conquistar los propios instintos egoístas. Lo que es más, Dios aparece con frecuencia donde menos se le espera –en la voz del extraño– recordándonos que Dios trasciende los aspectos particulares de nuestros apegos.
La reconciliación entre amor y justicia no es simple, pero para creyentes los textos, leídos de manera apropiada, señalan el camino. La gran contribuye de Sacks consiste en destacar que la respuesta a la violencia religiosa probablemente se va a encontrar dentro de la religión misma, entre aquellos que entiendan que la religión gana iglesia cuando renuncia al poder.
Pudiera parecer extraño que en este siglo de tecnología, la paz se fuera a encontrar dentro de estos antiguos textos. Pero, como destaca Sacks, Abraham no tenía imperio, ni milagros y nada de ejército… solo un ejemplo diferente de cómo creer, pensar y vivir.