Nyt

Reciben Maras Salvatruchas una segunda oportunidad

Elisabeth Malkin / New York Times News Service

2015-09-26

Ciudad Arce, El Salvador— El tatuaje de pandilla grabado toscamente sobre William Amaya Valladares le impediría tener un empleo regular en buena parte del país.
Sin embargo aquí está, la amenazadora estampa de la pandilla de la Mara Salvatrucha sacando las garras y subiendo por su cuello, mientras recorre a todo vapor las costuras de camisas con logos universitarios de EU con una cosedora que zumba.
En cualquier día, las camisetas pudieran tener la leyenda U Mass, Penn State, o Florida Gators… conjurando optimistas imágenes de la vida estudiantil que difícilmente podría estar más lejos de la realidad de Amaya.
Pero, luego de pasar buena parte de su juventud en una de las pandillas más notorias de El Salvador, todo lo que importa para Amaya actualmente, de 24 años de edad, es un empleo que pague suficiente para mantenerse a sí mismo y a sus dos hijos.
Se unió a la MS-13, como se conoce a la pandilla, cuando tenía 14 años de edad, buscando la compañía y la sensación de comunidad que no podía encontrar en casa. Ninguna duró.
“Una vez que ya estuviste aquí durante dos, tres o cuatro años, eso ha llenado el vacío que tienes”, dijo, hablando durante su descanso para almorzar aquí, en la planta de ropa, que produce camisetas para una empresa de Pennsylvania, League Collegiate Outfitters. “Pero, entonces, te das cuenta de que estás en algo serio”.
El futuro es una pandilla siempre es el mismo”, dijo. “Al final es la cárcel, el cementerio o el hospital”.
En El Salvador, desgarrado por la discordia y el repunte de la violencia criminal, la esperanza parece escasa para la juventud de la nación. Sin embargo, Rodrigo Bolaños, el gerente general de la fábrica de League en la localidad, cree en pequeños triunfos.
“Éste es mi país, todos estos son mis compatriotas; El Salvador no puede ser exitoso si no podemos cuidar de nuestra gente”, dijo Bolaños en la fábrica de ropa de siete años en este suburbio industrial a casi 50 kilómetros al noroeste de San Salvador, la capital. “Lo veo como un desierto, y este es un oasis con una fuente”.
Como ingeniero industrial educado en Estados Unidos, Bolaños combina el fervor misionario con la jerga competitiva de la industria del vestido. En su experiencia, la contratación de personas a las que nadie más daría empleo tiene sentido comercial.
Entre los empleados aquí hay un puñado de trabajadores discapacitados… a menudo olvidados en un país que es demasiado caótico para darles asistencia. Sin embargo, él ha descubierto que su presencia “elimina la violencia del ambiente”.
El Módulo Núm. 6 de la planta es operado por ex pandilleros como Amaya, quienes suman alrededor de 50 personas trabajando en la fábrica.
El Salvador se tambalea por la violencia en niveles no registrados desde la guerra civil de los años 80, a medida que el gobierno lucha por contener a las pandillas que controlan barrios en muchas de las ciudades y poblados del país.
Se registraron 911 asesinatos en agosto, superando la marca previa de 670, en junio. Más de 50 por ciento de los muertos eran menores de 30 años, con base en el servicio forense.
Para que el país logre cierta tracción en contra de la delincuencia, los pandilleros que quieren dejar las calles necesitan encontrar otra forma de ganarse la vida. La palabra para eso aquí es reinserción, que significa una oportunidad de una vida normal.
Hay esfuerzos por crear panaderías y granjas avícolas para ex pandilleros, o distribuir puestos en mercados sobre ruedas entre sus familias.
En un amplio plan de seguridad diseñado por un consejo asesor ciudadano del gobierno - “El Salvador Seguro” - la creación de empleos para los jóvenes es la primera propuesta, y una de las más caras. Ciertamente es la más alta en las mentes de quienes trabajan con personas jóvenes.
Bolaños tiene su propia solución: contrata a cualquiera que quiera trabajar.
Francisco Huezo es uno de ellos. Había pasado por tiempos tan malos que incluso la pandilla a la que se había unido a los 12años, Barrio 18, lo había expulsado.
Durante un par de años, estuvo viviendo bajo un puente vial en San Salvador con su novia, Beatriz, y los dos hijos de ella, robando dinero para comprar crack y heroína y pepenando en la basura en busca de comida.
Después, un día de enero, a instancias de un pastor evangélico, Huezo, mareado por fármacos, fue a dar un recorrido por la planta de League. Bolaños le ofreció un empleo.
Huezo, de 24 años de edad, juró que dejaría las drogas. Alquiló una esquina cubierta en el extremo de un lote vacante, colgó una cortina de plástico frente a él para hacer un hogar e inscribió a los niños - Cecilia, de 13 años, y Roberto, de nueve - en la escuela por primera vez.
En junio, otros trabajadores de la fábrica reunieron sus recursos para comprar hojas metálicas y construyeron una diminuta casa en el lote. “Se siente bien tener un buen empleo”, dijo.
Una salida para pandilleros consiste en llamar a un taxi para ir a un centro comercial, solo a comer y dar una vuelta, dijo un sacerdote católico en un barrio donde una pandilla ocupó una casa justo afuera de la iglesia parroquial.
En las palabras de Amaya, la vida en la pandilla está imbuida de aburrimiento y marcada por la violencia.
“Solíamos levantarnos para estar juntos, hacer nada, salir a la esquina, drogarnos, correr de la policía, escuchar música”, dijo.
Dijo que vendía drogas en la calles y robaba negocios.
“Los camiones de Coke tenían que pagar 4 dólares cada vez que quisieran efectuar una entrega en el barrio”, dijo.
El dinero se destinaba a la compra de armas de fuego.
“Para ascender en la pandilla, tienes que defender territorio”, destacó.
Amaya dijo que había pasado siete años en la pandilla antes de que se uniera a la iglesia evangélica y le permitieran dejarla. Empezó a trabajar en la planta League hace dos años. Ahí, su jefe, Bolaños, rebosa de ideas: “Nuestro objetivo es lograr que la gente regrese a la sociedad, que se recupere y progrese”, dijo.
Cada trabajador pasa media hora en una computadora cada día entre semana practicando inglés, a través de un curso en línea. La fábrica paga clases de equivalencia de preparatoria y acaba de arreglar que una universidad local ofrezca un título de ingeniería de dos años. La empresa subsidia a una clínica, cuidado infantil diurno, desayuno y almuerzo, ajusta horarios para los empleados que estudian en pos de un diploma universitario, creando incluso un plan para prestarle dinero a gente que quiere criar tilapia en tanques en casa, para tener ingresos adicionales.
Los esfuerzos elevan costos laborales, a cerca de 500 dólares mensuales por cada trabajador en general, comparado con el salario promedio de alrededor de 300 dólares mensuales en plantas de ropa. Sin embargo, las prestaciones eliminan el reemplazo de empleados, destacó Bolaños, lo cual termina generando ahorros.
“Otras empresas están sobreviviendo a duras penas porque están capacitando personal cada mes”, dijo. Sus eficiencias significa que él pudiera venderle a un cliente que exige los márgenes más estrechos. “Si yo trabajara para Wal-Mart, ¿podría hacer esto? La respuesta es sí”.
La fábrica acaba de sumar alrededor de 100 trabajadores nuevos y planea sumar otros 150 más o menos, a fin de llegar a 7,000 para diciembre, dijo Bolaños. Espera ser capaz de ofrecerles empleos a residentes del barrio pobre en la cercanía, incluyendo a quienes terminan condenas en prisión.
A unos cuantos minutos conduciendo desde la planta yacen los cascarones de aproximadamente 100 casas abandonadas luego que un urbanizador de vivienda de bajos ingresos se quedara sin dinero. Bolaños ha adaptado dos de ellas para empleados discapacitados, quienes duermen bajo colchas de algodón hechas para la Universidad de Illinois y la Universidad de Quinnipiac.
Su plan consiste en reunir dinero para restablecer el resto de las casas para trabajadores, con todo y espacios verdes.
Hablando animadamente, empezó a caminar por el camino entre filas descuidadas de moradas de dos pisos. De pronto, fue como si el aire se enrareciera. Hombres jóvenes miraban con dureza desde el espacio de una ventana en una casa.
Una célula de una pandilla se había apoderado de ella.

X