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Menores mexicanos trabajan en campos de opio

Azam Ahmed / New York Times News Service

2015-08-29

Calvario, México— Con sus hábiles manos, pies pequeños y bajo centro de gravedad, Angélica Guerrero Ortega es una excelente recolectora de opio.
Enviada a la Sierra Madre del Sur, donde una histórica cosecha de opio cubre las montañas con pinceladas de verde, rosa y púrpura, navega las pendientes con la destreza de una bailarina.
Aunque tímida, se anima cuando describe su oficio: el delicado arranque de las cabezas y la paciente limpieza de la goma, obteniendo en una jornada más de lo que sus padres ganarán en una semana.
Que sólo tenga 15 años no es tan importante para las personas de su pequeña comunidad. Si ella y sus compañeros de clase se pierden el día por ir a la pizca, que así sea. En un paisaje de oportunidades sin explorar, tener ingresos supera a la educación.
“Es nuestra mejor opción”, asegura Angélica, recostada contra una casa de tablones en su villa, donde casi todos los menores trabajan en el campo. “Allá abajo en la ciudad no hay nada para nosotros, ni oportunidades”.
Mientras los adictos a la heroína van al alza en Estados Unidos, se ha generado una explosión al sur de la frontera, reflejando la simbiosis problemática de las dos naciones. Funcionarios de ambos países señalan que la producción de opio mexicano incrementó según sus cálculos en 50 por ciento tan solo en 2014, resultado del voraz apetito estadounidense, campesinos empobrecidos y cárteles de las drogas emprendedores que abarcan la frontera.
Los adictos a los fármacos bajo prescripción médica en Estados Unidos buscan estímulos más baratos, ya que el endurecimiento de las medidas contra el abuso de analgésicos ha vuelto su hábito muy costoso. Y la legalización de la mariguana en algunos estados ha reducido su precio, con lo que varios productores mexicanos cambiaron sus cosechas. Los carteles, mientras tanto, se han adaptado, introduciéndose en el mercado estadounidense reservado antes para la heroína de alta calidad del sureste asiático mientras presionan de los centros urbanos hacia los suburbios y las comunidades rurales.
“Los carteles tienen un buen manejo del apetito en Estados Unidos”, comentó Jack Riley, subadministrador de la DEA. “Entienden el tema de los fármacos bajo prescripción, y que es una de las mayores razones de la visible expansión del opio”.
Los resultados han agitado a ambos países. En Estados Unidos, donde las muertes por sobredosis de heroína se incrementaron 175 por ciento entre 2010 y 2014, los políticos y las agencias de seguridad batallan para responder. En México, donde la violencia de los cárteles se ha dado en todo el país, con la muerte y desaparición de decenas de miles, el gobierno reporta que ha erradicado una cifra histórica de hectáreas de cultivos de amapola el año pasado.
En ningún otro lugar el incremento de tales números es más evidente que en Guerrero, el estado más violento del país, donde las facciones rivales de la droga realizan una sangrienta competición y desapariciones silenciosas que han paralizado a la región. Aquí, los campesinos cada vez más eligen sembrar amapolas, cubriendo remotas montañas con una producción robusta con la que ganan lo necesario para vivir en lugares como Calvario donde, hasta donde muchos saben, el gobierno casi no existe. Para satisfacer la demanda, los menores se enlistan en la recolecta, por necesidad y conveniencia. El dinero es demasiado como para ignorarlo, y el terreno escarpado es más fácil de maniobrar para aquéllos con cuerpos pequeños.
El Gobierno de Guerrero comparó en fechas recientes a su estado con Afganistán, el mayor productor mundial de opio.
“Casi estamos en la misma situación, a pesar de que nosotros tan sólo somos un estado y ellos un país”, señaló el gobernador Rogelio Ortega Martínez, cuyo estado ha visto un incremento agudo en la producción de opio a nivel nacional.

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