Nacional

Creo que Trump se compadecerá: migrante en silla de ruedas

Reforma

2018-10-30

Oaxaca— Miró en la televisión hondureña que había una caravana que iba a Estados Unidos y le dijo a su madre 'madre me quiero ir'.

Desde los 20 años, después de golpearse la nuca en un pozo, no volvió a caminar.

Nunca tuvo un trabajo mal pagado, nunca una novia, y debió acostumbrarse a ir al baño cada tres días, a ser uno de los siete de cada 10 hondureños que viven en la miseria.

La verdad es que la mitad de su vida había pensado que no valía la pena vivir. Pese a ello, Sergio Cásares tomó su andadera y su madre no lo intentó detener.

En la oscuridad de las cuatro de la madrugada, en medio del ruido de pasos y pasos, de las carriolas, de los bebés, en el éxodo de miles de centroamericanos que recorrieron 50 kilómetros de Tepanatepec a Nitelpec, la silla de ruedas que Sergio recibió en Guatemala va dando tumbos empujada por el albañil César Rodas.

Cuenta César que, a más de una semana que la caravana entró a México, sus zapatos están destrozados, por lo que Sergio le prestó sus chancletas.

Uno sin zapatos pero en silla de ruedas, el otro empujándolo con los zapatos prestados.

Deteniéndose de vez en vez a descansar. Decenas de migrantes los rebasan sin que a ellos les importe, saben que detrás de ellos vienen más, cientos más.

La caravana se despertó a las tres de la madrugada en San Pedro Tepanatepec y comenzó su marcha a Santiago Niltepec, a más de 50 kilómetros de ahí.

Los migrantes dejaron un reguero de vasos desechables, los baños atascados, sin agua. Pasaban a defecar aguantándose las ganas de vomitar. Se llevaron sus plásticos que usan como camas para dormir.

"Donald Trump no nos va a detener", dice el hombre en silla de ruedas, con la esperanza de que en Estados Unidos lo operen para que vuelva a caminar.

"Yo creo que va a tener compasión", expresa con una confianza que lo hace ver como un demente o un dios. Pero la verdad es que todos en la caravana hablan así.

Amanda lleva a una nena de seis años en la mano y a un bebé de nueve meses en una carriola. Aunque las organizaciones humanitarias pusieron algunas camionetas para mujeres y niños, ella no se pudo subir porque las unidades van atascadas.

"Yo creo que en Estados Unidos nos van a ayudar", considera la guatemalteca.

La carretera de la Ventosa es una procesión de gente que habla de miseria, de violencia y de los malos gobiernos de su país.

Caminan mujeres empujando carriolas, hombres solitarios, jóvenes cargando apenas una pequeña mochila con algún personaje de Walt Disney, otros más van cantando y con la mano en una botella de agua.

Varios usan playeras de la Selección Mexicana que les regalaron, playeras de la Virgen de Guadalupe y cachuchas de partidos políticos de México, como si la escena fuera en el norte mexicano y no en el sur.

"Yo creo que al ver que somos tantos, no nos van a detener, primero Dios no nos van a detener", dice Carlos Hernández, un salvadoreño de 19 años que se trajo a toda su familia: a sus hijos de dos y tres años trepados en la misma andadera y a su esposa que camina con una carriola llena de maletas.

Apenas a la salida de Tepanatepec hay un módulo de control migratorio. Una joven llora. Le dice a su novio que mejor se va a regresar. El otro la abraza, le dice que ya caminaron desde San Pedro Sula.

Ella sigue llorando, los demás la intentan convencer: "no sea tonta, señorita, de nada va a servir lo que has caminado". Le dicen que cuando lleguen a la Ciudad de México habrá alguien que les podrá dar asilo.

Justo frente a ella algunos migrantes piden agua a los policías mexicanos.

"El agua es para quien se quiera regresar a su país, ¿te quieres regresar?", pregunta uno de ellos.

Con todo, la caravana sigue, como si no existiera la miseria. Hay risas, carreras cuando un camión con grandes tanques se detiene y los migrantes trepan por un lugar.

Las mujeres se quejan porque los hombres acaparan los lugares.

"¡Haraganes!", les gritan, sin dejar de caminar. "Huevones centroamericanos", se burla un boliviano que marcha con un brazo enyesado y un perro blanco detrás.

El pavimento primero es fresco, duro, pero apenas un poco. De inmediato duelen los pies, las plantas comienzan a arder. Niltepec está a una hora en auto, pero a casi diez horas a pie.

Tras cuatro horas de caminata no van ni siquiera a la mitad. La carava se dispersa. Algunos consiguen aventón. Antes de la mitad del trayecto había triciclos que cobraban 20 pesos y recorrían en media hora lo que se llevaría varias a pie.

"Es que no traemos", dice una mujer con su novio. "No traemos", menciona él.

"Es gratis", se compadeció el conductor y ellos lo miraron como si fuera un ángel.

A la mitad del camino, en San Pedro Zanatepec, los camiones que habían llevado a las mujeres y niños desde temprano después volvieron por los que iban a pie.

Así arribaron a Niltepec, una cabecera municipal de apenas 2 mil 200 personas, demasiado pequeña para los más de 5 mil inmigrantes que algunos coordinadores calculan.

Los centroamericanos se instalaron en el kiosco, en los jardines, en la iglesia cuyas cúpulas siguen cuarteadas por el sismo del año pasado, en la parroquia, en las banquetas, fueron de arriba abajo buscando comida, se bañaron en el río de agua sucia.

También se pelearon por la ropa que les regalaron. Hoy se preparan para avanzar hacia Juchitán.

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