Nacional

Políticos asumen saludo como su rescate del mal

Juan Arvizu/
El Universal

2016-02-14

Ciudad de México—  A pie, de sotana blanca, el líder espiritual de mil 254 millones de habitantes del planeta, con su humildad envuelta en una sonrisa franca y cálida, traspone el umbral de la Puerta de Honor del Palacio Nacional con su anfitrión, el presidente Enrique Peña Nieto. Y las campanas de la Catedral Metropolitana vuelan armoniosas, como cuando entró al Zócalo, hace 37 años, Juan Pablo II.
En la plaza, miles de católicos que pasaron la madrugada a la intemperie en el rigor de los cinco grados centígrados siguen en grandes pantallas la recepción al Papa, con los himnos nacionales de México y el Vaticano, la reverencia a ambas banderas y la presentación de sus comitivas.
Tienen enseguida una reunión privada, en el despacho presidencial, que lo fue de Benito Juárez, el liberal; de Plutarco Elías Calles, mandatario en la Guerra Cristera; de Manuel Ávila Camacho (“soy creyente”); de José López Portillo, quien le dijo a Karol Wojtila: “Bienvenido a México, lo dejo con la feligresía”; en ese despacho hablan en secrecía de temas de jefes de Estado.
El país está atento, vía televisión e Internet, de lo que acontece en Palacio Nacional. En el patio central se encuentran los dirigentes de los principales partidos políticos, los coordinadores de bancadas parlamentarias, gobernadores, empresarios y líderes de la sociedad civil con interés en escuchar el mensaje del Papa Francisco.
Destaca la presencia del Presidente Ejecutivo y del Consejo de Administración de El Universal, Licenciado Juan Francisco Ealy Ortiz, y de su esposa, la señora Perla Díaz de Ealy.
El protocolo de recepción lleva a Peña Nieto y a Jorge Mario Bergoglio a una salutación con los representantes de los poderes Legislativo, el diputado Jesús Zambrano, y el senador Roberto Gil, así como del presidente de la Suprema Corte, Luis María Aguilar, en el Salón Azul. El mexicano y el argentino cruzan salones recargados de historia nacional, a la que ellos añaden este momento del que son coprotagonistas.
Paran ante la escalinata monumental y Enrique Peña Nieto comenta detalles del mural de Diego Rivera. Bajan al patio central y ambos dirigen discursos. Peña: “México quiere al Papa Francisco”, y Bergoglio habla de cómo forjar un futuro de paz aquí.
Afuera, el Zócalo está ocupado por católicos jubilosos, y las campañas de Catedral no paran de repicar. Adentro, el jesuita pone en pausa su sonrisa. Escucha con un rostro atento. Envuelve con su mano derecha el crucifijo de plata que es el pectoral de su investidura. Mientras habla el Presidente, el Pontífice pulsa con firmeza y sin soltar el símbolo de su fe, de elaboración modesta si se compara con los que portan cardenales, arzobispos y obispos.
Le toca hablar. Y si es modesto, sencillo al andar, al exponer sus ideas, Francisco es firme, claro, directo. La sonrisa papal está de sobra en su discurso para México. Toca la raíz de los problemas, llama a construir una “política auténticamente humana”, pide responsabilidad con pleno respeto al otro.
Al concluir, ovaciones y aplausos de más de un minuto se tributan al Pontífice, quien sigue a Peña Nieto y ambos saludan y tienen charlas breves con las personalidades reunidas. El Papa logra juntar, codo a codo, a Agustín Basave, presidente del PRD, y a Cecilia Romero, panista, quien con fervor besa el anillo Papal. Claudia Pavlovich (PRI-Sonora), efusiva al besar deja señal de su lápiz labial rosa en la mano de Francisco, la cual limpia como si la acariciara.
Papa y presidente hablan con invitados y “hacen como que la virgen les habla”, mientras nace, crece y se agotan gritos de “¡bendición! ¡Bendición!”. Es evidente que Francisco negará el deseo que viene de la sillería lejana, de funcionarios de gobierno. Un ademán de despedida del Pontífice muchos lo asumen como su rescate del mal. Se van benditos, creen.

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