Opinion

El final de Peña Nieto ¿y del PRI?

Carlos Murillo
Abogado

2018-11-24

Siempre he tenido la curiosidad por los finales. Una obra de teatro, un buen libro, una película, una historia o un juicio, todos tienen un principio, un nudo y un final. No me gustan los finales abiertos, pienso que es la salida fácil del escritor que le avienta la responsabilidad al público para que termine el cuento como mejor le parezca.
El final de este sexenio ya está cerca, no así el final de Enrique Peña Nieto que seguirá en la escena pública hasta el final de sus días –como lo hicieron todos los presidentes anteriores al salir de su mandato–.
Contrario a lo que piensa la mayoría, considero que Enrique Peña Nieto es uno de los mejores presidentes de los últimos cincuenta años; no estoy diciendo que sea perfecto, digo que ha hecho un buen papel en su función, mucho mejor que otros expresidentes.
En diciembre de 2010 trabajé durante unas semanas en la campaña de Manuel Añorve en Chilpancingo, Guerrero, candidato a gobernador por el PRI que perdió ante Ángel Aguirre, expriista que abanderaba el PRD; esa fue la primera vez que vi la presencia de Enrique Peña Nieto fuera del Estado de México.
Como suele suceder en la política, Chilpancingo estaba dividido entre priistas añorvistas y priistas angelistas. Pero la candidatura del PRI la obtuvo Añorve y Ángel Aguirre se fue al PRD. Como miles de políticos, Aguirre brincó de un partido a otro buscando el poder.
En algunas calles de Guerrero había publicidad de Ángel Aguirre (PRD) con Peña Nieto (en ese momento gobernador del Estado de México). Los expertos en marketing aprovechaban la supuesta cercanía de Aguirre con Peña Nieto y la presumían en los pósters.
El día de la elección, un representante del PRI me dijo “no se preocupe, el representante del PRD es mi hermano, ahorita nos pasan los resultados, somos los mismos, sólo que ahora nos tocó estar en diferente lado”.
Era irónico, el candidato del PRD ganó con los votos del PRI, porque demostró ser más priista que el mismo candidato del PRI y, sobre todo, cercano a Peña Nieto, que tenía una excelente imagen en aquella época. A lo mejor, lo mismo pasó con Meade y AMLO.
Una señora de unos sesenta años en una ocasión me dijo “viera cómo dejó bonito Peña Nieto el Estado de México, allá hay mucho trabajo, fábricas, carreteras nuevas, se ve el dinero, eso queremos para Guerrero, que nos saquen de la pobreza”.
Unos meses después me invitaron a la campaña de Eruviel Ávila, quien era candidato del PRI a la gubernatura del Estado de México. Por (mala) suerte, nos tocó trabajar en Ecatepec, una ciudad en la zona metropolitana que sirve como dormitorio de casi 3 millones de personas que todos los días van a trabajar a la Ciudad de México y regresan a dormir a Ecatepec; además, es uno de los municipios más violentos del país, con una alta tasa de feminicidios, robos con violencia y, sobre todo, famoso por tener las bandas de secuestradores más peligrosos.
El Estado de México es, desde el Profesor Carlos Hank González, la capital política del país. Los mejores operadores políticos del viejo régimen se formaron bajo la protección del grupo Atlacomulco. Los mexiquenses construyeron todo un andamiaje de operación política a todos los niveles, desde las funciones más elementales del trabajo electoral hasta la alta diplomacia internacional, la red está en todo el país.
Herederos de la liturgia tradicional, los operadores políticos mexiquenses siguen las formas del viejo régimen. Cada reunión en el PRI de Ecatepec, por pequeña que fuera, tenía un protocolo solemne que iniciaba por el agradecimiento en nombre del líder supremo, en este caso Peña Nieto. Trabajar con mexiquenses parece un viaje a los años sesenta, pero con la tecnología del Siglo XXI. Fascinante.
Asistí solamente a un evento de Eruviel Ávila que se celebró ante unas diez mil personas que se congregaron al aire libre. Les llamaban la marea roja, todos uniformados como un ejército con chaleco rojo. Sin ser anunciado previamente, esa vez llegó el gobernador Peña Nieto, su discurso fue impecable en cuanto a la técnica oratoria, recuerdo la reacción de la gente que le aplaudía como a una estrella de rock y, al final, buscaba tomarse una selfie para el recuerdo.
En el 2011, Andrés Manuel López Obrador llegaba al final del sexenio desgastado porque prácticamente paralizó la Ciudad de México alegando el triunfo del 2006, sus bonos en la izquierda mexicana se acabaron con la segunda nominación y los grupos de poder del PRD le concedieron la candidatura para la revancha, pero sería la última vez, no habría una tercera. Por eso nació Morena.
El PRI, mejor dicho, el PRI del Grupo Atlacomulco, después de doce años de estar fuera de Los Pinos, tenía una ventana de oportunidad con un candidato ideal, Peña Nieto, un joven carismático, con altos niveles de popularidad, posicionado en todas las encuestas en un primer lugar que estaba lejano de sus competidores, con buena fama como gobernador y capaz de reunir las fuerzas de otros partidos, incluyendo el PRD y el PAN. Peña Nieto era un crack.
Con esa fortaleza política y la legitimidad en las urnas –pese a los señalamientos de un fraude de alta gerencia–, Peña Nieto comenzó su sexenio con un despliegue histórico de operación política en el Congreso que le permitió realizar las reformas estructurales, las mismas que fueron imposibles durante los doce años que gobernó el PAN.
Ya como presidente, Enrique Peña Nieto asumió el costo político de sus decisiones que, aunque fueran acertadas, no fueron populares. Durante seis años su estrategia de marketing falló una y otra vez. Es irónico, su principal fortaleza como candidato fue su debilidad como gobernante. Peña Nieto es el presidente peor evaluado de la historia reciente de México, su popularidad tiene seis años en caída libre, no hay acierto que levante su imagen.
En cuanto a los resultados generales y que se pueden verificar con datos estadísticos, el balance final de su sexenio es positivo; Peña Nieto entrega un país mejor del que recibió, aunque sus detractores digan lo contrario. Actuó como un hombre de Estado, que antepuso a la nación por encima de los intereses personales o de grupo y el primero en reconocerlo es Andrés Manuel López Obrador.
Este es el final del sexenio, mas no el final de la historia. Como suele suceder, en unos años más se sabrán los detalles que, por ahora, desconocemos; quizá en ellos encontremos una explicación a esta transición del PRI de Atlacomulco, al PRI de Morena (en la lógica de varias versiones del PRI con distintos nombres, el PRI de Peña Nieto es el PRI de los sesenta y el PRI de AMLO es el de los años setenta).
¿Es el final del PRI? Quizá del PRI como lo conocimos sí, se acabó. Pero nacerán otras versiones, espero que mejores.

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