Lourdes Almada Mireles
Analista
Empezar a escribir este texto me genera sentimientos encontrados. Siento con claridad que el tema son los niños, la violencia que hacia ellos se ejerce, su muerte. Por otra parte, siento algo parecido al hartazgo: ¿otra vez? Pienso un “ya chole con ese tema”. Y de a poco me voy dando cuenta que el hartazgo es por la muerte que se repite, por la violencia que crece, porque estamos perdiendo a nuestros niños y jóvenes, lo más sagrado que como sociedad tenemos. Hartazgo de la indolencia, la impotencia, la desesperanza. Hartazgo de ver que nos desangramos y no se rectifica el rumbo, no se generan acciones, no se asignan presupuestos, no se desarrollan planes y programas para garantizar a las y los más jóvenes condiciones mínimas de vida y desarrollo.
Es esa horrible sensación que se repite cada vez que una de nuestras niñas o uno de nuestros niños es arrancado de nuestra comunidad, ese dolor que se acumula. Se acumula cada golpe, cada abuso, cada muerte. Y desde ese hartazgo, ese dolor, esa impotencia, surge la tentación de normalizar, de acostumbrarse. Algo en mí se rebela. Oigo ese grito que como dice Sabines, no me deja cerrar los ojos.
Según una publicación de Milenio con datos del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (Inegi), casi 72 mil niños y jóvenes, mujeres y hombres, de 12 y a 29 años, fueron asesinados entre 2010 y 2017. Esto significa que “un niño o un joven es asesinado cada hora”.
Datos generados por la Secretaría Ejecutiva del Sistema Nacional de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes (Sipinna) y publicados por Fundación Fuerza México, el sexenio de Enrique Peña Nieto terminará con más de 15 mil niños y adolescentes asesinados. Si la tendencia no cambia, entre 2019 y 2024 morirán de manera violenta otras 27 mil personas menores de 18 años. Esto significa que un niño, niña o adolescente será asesinado cada dos horas.
De acuerdo con la misma publicación, entre 2013 y 2018, 135 mil niñas, niños y adolescentes fueron atendidos en hospitales a causa de lesiones por violencia y se proyecta que en el siguiente sexenio, de 2019 a 2024 la cifra se duplicará, alcanzando los 276 mil. Los datos son escalofriantes y más aún que el crecimiento de la violencia dirigida hacia los niños es una tendencia que ha seguido incrementando durante los últimos 10 años.
En el estado de Chihuahua se registró, entre 2010 y 2017, el asesinato de 846 personas entre 0 y 17 años. Dos meses después del asesinato de ‘Rafita’, un niño de seis años que habitaba en el suroriente de Ciudad Juárez, quien fue desaparecido al ir a la tienda y encontrado muerto unos días después, volvimos a conmocionarnos con el asesinato de Camila en la ciudad de Chihuahua. Camila era una niña de siete años que fue secuestrada a una cuadra de su casa y encontrada también unos días después, asesinada y con huellas de haber sido violada. Apenas el fin de semana pasado, en un ataque armado a una familia en la zona de San Lorenzo, en Juárez, una niña de un año resultó muerta y un adolescente de 13 fue herido.
Así acumulamos dolor y muerte. La herida sigue creciendo y nuestra ciudad y nuestro país se desangran. La violencia hacia nuestras niñas y niños nos condena a muerte, nos hace una sociedad inviable, sin futuro. No hay mucho de dónde agarrarse. Dan ganas de claudicar, de aceptar que no hay para donde, de ceder al hartazgo. Y de verdad, hoy es de esos días en que me aferro porque, como decía una amiga, “está más gacho no creer”. En este aferrarme, encuentro a Benedetti y en sus letras escucho la voz de los niños lastimados, de las niñas ultrajadas, de nuestros jóvenes asesinados:
No te rindas, por favor no cedas,
Aunque el frío queme,
Aunque el miedo muerda,
Aunque el sol se ponga y se
calle el viento,
Aún hay fuego en tu alma,
Aún hay vida en tus sueños.
Y escucho también la voz de quienes todavía creen. Siento el fuego de sus almas y lo agradezco. Su vida y su trabajo me impulsan al compromiso, me llevan a hacer lo propio. Mientras haya alguien dispuesto a luchar, tenemos esperanza.