Cecilia Ester Castañeda
Escritora
No sé qué me preocupa más, si el discurso abiertamente hostil de los funcionarios de alto nivel de países como Estados Unidos, el peligro de marcha atrás en el proceso de globalización, la elección de un presidente mexicano que ha despotricado contra las instituciones o la apatía y confianza excesiva de gran parte del electorado.
Tal vez sea cuestión de edad, pero nunca pensé llegar a ver las cosas que están ocurriendo actualmente. Yo crecí asombrada ante los acercamientos registrados de manera cada vez más intensa a nivel mundial, agradecida ante la oportunidad de tener acceso -aun a distancia- al cúmulo de información y matices culturales antes inalcanzables. Sentía en mis antecedentes familiares un ejemplo del progreso, a pesar de todo, de México.
Dice el historiador español Felipe Fernández Armesto en su libro “Milenio” que la humanidad ha pasado de un período inicial de alejamiento hasta el reencuentro cuya culminación está dándose hoy en día. A mí me parecía emocionantísimo atestiguarlo precisamente aquí en Ciudad Juárez, este punto de contacto y contrastes tan emblemáticos en el mundo. Ver la integración de la comunidad latina en Estados Unidos era en especial interesante, pensaba.
Por eso, me sigue desconcertando la idea de separar a padres e hijos a su llegada a la frontera, o la instalación de campamentos para resguardar familias en el puente internacional Tornillo y la base militar Fort Bliss. Una respuesta reaccionaria a los nuevos tiempos, supongo. Pero dada la conformación del vecino país a base de inmigrantes y su tan traída y llevada misión defensora de la libertad y los derechos humanos me parecía difícil de creer.
Peor aun, escuchar al presidente Trump o a algunos miembros de su gabinete referirse de manera negativa a los nuevos inmigrantes -refugiados incluso- descalificándolos, deshumanizándolos y prácticamente culpándolos por los males de Estados Unidos en mi opinión es muy irresponsable; ver a muchedumbres enteras aplaudiéndoles y riendo por chistes a costa de otros seres humanos, peligroso en grado superlativo.
Los efectos potenciales de dirigir a un “chivo expiatorio” las frustraciones de una sociedad entera han llegado a ponerme muy triste. “¿Eso en qué te afecta a ti?”, me preguntaron. “Eres muy negativa”. “Trump ni siquiera ha podido poner su muro”. “Aquí siempre han llegado migrantes y repatriados”.
Mi preocupación sobre las nubes en el panorama fronterizo sin duda tienen que ver con la nostalgia, con una cierta visión del progreso y con la desaparición de un mundo. No es sólo eso, sin embargo. Hace unos días me topé con un cansado hombre muy molesto porque “la gente de Juárez no es para darle algo de comer a una familia deportada”. ¿Tan indiferentes nos hemos vuelto? ¿Actuamos sólo hasta que se afectan nuestros propios intereses?
En las entrevistas televisivas a fin de promover su próximo documental sobre Trump, el cineasta Michael Moore lamentó lo que consideró la falta de determinación de los estadounidenses para defender su democracia de la amenaza del fascismo.
Por mi parte, no puedo evitar pensar en el ascenso de los nazis, en cómo poco a poco se fue extendiendo hasta niveles insospechados una cultura basada en el prejuicio, el racismo y la discriminación. Eso no quiere decir que en Estados Unidos vaya a suceder algo similar, desde luego, pero sí están presentes varias señales de peligro identificadas por los sicólogos: presuntas amenazas a la seguridad nacional, miedo, frustración, líderes carismáticos, facilitación social, mentalidad grupal, imagen de un enemigo, desactivación de la moral.
Basta recordar que “no responder a las cualidades humanas de otras personas facilita automáticamente los actos inhumanos”, en palabras del sicólogo social Philip Zimbardo en “El efecto Lucifer: cómo se vuelve mala la gente buena”.
De ahí lo serio de las figuras en posiciones de autoridad que incitan al divisionismo con sus comentarios y de la confianza ciega de la población en sus líderes.
En lo particular, me parece que la presente coyuntura económica y de desigualdad en el mundo da pie a la búsqueda de soluciones fáciles. “Los vínculos entre los países están resquebrajándose y las divisiones sociales están creciendo”, escribieron recientemente Ivana Kottasová y Tal Yellin en CNN. Los autores citaron la desigualdad de ingresos, de género y educativa, la polarización política y el cambio climático como algunos de los factores que están apartando al mundo.
Uno de los riesgos de lo anterior, creo, es olvidar las lecciones de la historia. Entonces es mucha la tentación de seguir a líderes que ofrecen resolvernos la vida, reivindicando nuestros derechos o castigando de manera expedita a quienes nos han despojado, aunque no expliquen cómo. Porque todos nos sentimos robados, desilusionados, con derecho a que por fin se nos haga justicia. Y no queremos más de lo mismo.
Nos olvidamos de las aportaciones del sistema actual y somos vulnerables a quienes expresen nuestra indignación con fervor. Al anhelar tanto una salida, podemos perder algo más o retomar esquemas cuyo costo ya no recordamos.
Recuerdo a una seguidora de Trump justificándolo por no dar a conocer durante la campaña su estrategia para recuperar al país como una precaución a fin de que no se la copiaran otros candidatos. Andrés Manuel López Obrador habló muy poco sobre sus planes para financiar sus extensos programas. “Es un hombre con ideales”, escuché decir a alguien.
No lo dudo. Nuestro presidente mexicano electo ganó como abanderado de la esperanza, la honestidad y la perseverancia en un momento de hartazgo con la corrupción descarada. Lo hizo con participación récord en las urnas y logrando carro lleno en la Legislatura.
A mí, sin embargo, esto último me preocupa. Conozco muchas personas que votaron por él y acepto la constitucionalidad del Gobierno entrante. Pero aquel circo de nombrarse presidente “legítimo” en el 2006 me pareció atroz. Veo las posturas económicas que AMLO dio a conocer durante la campaña como un retroceso contracorriente y su tendencia a tildar de “mafia del poder” a todo el que no esté de acuerdo con él como indicio de autoritarismo.
Sí, la gran mayoría de nuestros gobiernos han sido autoritarios. Pero contar con mayorías en el Congreso otorga a López Obrador una Presidencia con poder como en los mejores tiempos del PRI. Habrá que ver ahí si el mandatario entrante ha madurado de veras o caerá en los excesos de un Ejecutivo sin contrapesos. ¿Será un político hábil capaz de superar la inercia de tantos vicios, la presión de todos los intereses?
Yo no creo que el populismo sea la respuesta a los desafíos del siglo XXI. Tampoco espero la caída a las condiciones venezolanas actuales. Pero tengo edad suficiente para recordar las consecuencias de sexenios como los de Echeverría y López Portillo. Sé que, en seis años, un Gobierno populista puede salir muy caro.
En particular, dada el alta popularidad del presidente electo, me preocupa el impacto de declaraciones como en las que ha atribuido a la “necesidad” el robo de trenes y de combustible. En una época de enormes expectativas por parte de ciudadanos que muy probablemente se sientan con mayores derechos gracias a la llegada del nuevo mandatario, con presencia del crimen organizado y reportes recientes de prensa sobre comunidades enteras participando en delitos “masivos”, necesitamos que López Obrador defienda en cada gesto y palabra el Estado de Derecho.
Necesitamos, también, ciudadanos conscientes de que su deber no es sólo votar. A todos nos corresponde defender la democracia que tanto nos ha costado hacer realidad. Resulta primordial entender algo: un presidente no es un rey ni un genio estadista. Debemos obligarlo a mantener los pies sobre la tierra. Eso implica informarnos, participar, mantener una postura crítica, contemplar el panorama más amplio y los efectos a largo plazo, denunciar los impulsos caudillistas o abusos de cualquier mandatario… a pesar de poder ser aparentemente nosotros los beneficiarios inmediatos.