Jesús Antonio Camarillo
Académico
En pocos días se llevará a cabo la sucesión en la Rectoría de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Es un tiempo propicio para que todos los integrantes de la máxima casa de estudios reflexionen sobre qué tipo de gobierno requiere la institución. A estas alturas, pensar que esta tarea incumbe solamente a los consejeros universitarios, es adherirse a una perspectiva reduccionista que en nada contribuye a la sana deliberación que debe permear en todos sus miembros.
Y la discusión por el tipo de gobernanza que una universidad pública requiere debería pasar por encima del lodazal que en ocasiones se busca generar mediante los golpes bajos, los ataques personales, la difamación y el encono. Uno pensaría que son las universidades precisamente el lugar idóneo para el debate y la confrontación respetuosa de ideas y proyectos. Si en una institución de educación superior esto no se privilegia, queda la impresión de que algo no se está haciendo bien.
El preludio de las sucesiones en las universidades debería ser visto como uno de los momentos estelares para la deliberación de todos sus integrantes. Un espacio propicio para que quienes aspiren a liderar formalmente a la institución muestren a toda la comunidad las razones por las cuales quieren encabezar los esfuerzos y voluntades que eventualmente logren una sana transformación desde las entrañas mismas de todo el aparato universitario.
Esa deliberación deberá basarse en reglas mínimas de igualdad y equidad. Reglas que, por cierto, no suelen estar presentes –y cuando lo están no suelen hacerse efectivas- en la mayoría de los procesos de sucesión de las universidades públicas de este país. Precisamente por ello, cuando una universidad pretende realmente crecer y transformarse no puede hacer lo que tradicionalmente hace. Una universidad que cambia, lo hace porque varió sus códigos, sus comportamientos, sus usos y sus costumbres.
Esa universidad “transformada” lo es porque se atrevió a romper los esquemas anquilosados que le constriñen y no la dejan desarrollarse plenamente. Se trataría entonces de una universidad que empieza a entender la trascendencia del papel de cada uno de los suyos. Institucionalmente, una universidad deliberativa, empieza a serlo cuando sus órganos de decisión hacen lo que tienen que hacer. Si ese órgano máximo de decisión es, en su caso, un consejo universitario, una universidad empieza a adquirir mayoría de edad cuando los miembros de ese órgano decisor comprenden cabalmente su papel y están dispuestos a escuchar, analizar, dialogar y, por supuesto, respetar los derechos de todos los miembros de la comunidad universitaria.
En ese sentido, lo primero que habría que cambiar en el tránsito hacia una universidad más democrática y deliberativa, es la contumacia y la pasividad de su máximo órgano de decisión. Como representantes de sus pares profesores y alumnos, los consejeros universitarios deben analizar cuidadosamente el perfil y las cualidades de todos los aspirantes a la Rectoría. En la realidad, se entiende que en ocasiones es muy difícil separarse de los compromisos, prebendas y amistades cultivadas tanto en la buena como en la mala fe o simplemente en el oportunismo, pero el tamaño moral de un órgano universitario de elección indirecta lo podemos medir en proporción a su independencia, dignidad, así como a la libertad y el vínculo que histórica e individualmente ha establecido con la institución y con sus representados.
El ideal de un consejo universitario es uno que discute cada decisión que se toma en su seno. Si esto es en la faena ordinaria, el ideal de un consejo que tomará una decisión que marcará a la universidad no sólo por seis años, adquiere especiales características.
En el caso de la UACJ y a sabiendas de que no hay, entre los nombres que se barajan un candidato ideal, indudablemente que hay mejores perfiles que otros. Todos ellos tienen el derecho de buscar el máximo cargo burocrático universitario. Algunos de ellos, como se sabe, tienen años esperando acceder a la Rectoría. Se nota, en todos, más allá de sus cualidades y talentos específicos, así como en sus carencias, que guardan un vínculo casi entrañable con la institución. Pero para liderar una universidad, el amor y la filiación en realidad cuentan poco. Se requiere elegir a alguien que entienda y comprenda las funciones vitales de una universidad. Alguien que entienda también los problemas y las largas travesías del trabajo académico. Un universitario comprometido con la causa de alumnos, profesores, investigadores, trabajadores administrativos. Alguien que se comprometa también con los derechos de todos los universitarios y que haga el mayor de su esfuerzo en lograr su eficacia.
Alguien pues que pueda contribuir, en términos reales y no sólo en la fría estadística o en las prelaciones fingidas, al engrandecimiento y transformación de la universidad.