Cecilia Ester Castañeda
Escritora
Hay algo especial en los mundiales de futbol. No sólo se trata del espectáculo a nivel global para los aficionados de un deporte increíblemente popular o del sueño de tantos fieles espectadores para quienes representa la oportunidad de ver coronarse a su equipo. Tampoco, creo, es únicamente producto de la comercialización y la atención mediática que este deporte recibe en países como el nuestro.
En lo personal me aburre sobremanera estar escuchando el año entero comentarios acerca de las proezas futbolísticas en la cancha mientras al mismo tiempo se critican hasta el cansancio las fallas colectivas e individuales de cada elemento de la industria del balompié —son superhéroes o idiotas, sin término medio—. La liga mexicana en mi opinión tiene juegos sosos, sueldos exagerados y cobertura cual si en nuestro país no se practicara ningún otro deporte. Peor aún, me parece, como dicho monopolio se refleja en las partidas presupuestales gubernamentales de todo nivel hay pocas posibilidades de desarrollar otras disciplinas.
Fanática del futbol no soy.
Pero entonces llega el Mundial y me transformo en apreciadora nata de los matices de mover el esférico con el pie. De repente concluyo que se trata de un juego de tiempo, movimientos, objetivos y dimensiones perfectas para entenderlo bastante bien sin necesidad de conocerlo a fondo.
La intención es meter la pelota en la portería del equipo contrario, ¿no?
A diferencia de deportes de jugadas más complicadas como el futbol americano, en el soccer sólo se hacen puntos al anotar gol, y cada uno vale lo mismo. No es tan veloz como el basquetbol que se disputa en una superficie mucho menor, pero la fluidez del ritmo nos permite a los espectadores novatos disfrutar más. Eso es precisamente una característica de los mundiales: la categoría del juego ofrece una agilidad impensable en el común de los partidos mexicanos. Y, al tratarse de eventos internacionales, la emoción sube de nivel.
Nada es comparable, supongo, a escuchar los himnos nacionales o sentirse viajar aunque esté uno en la sala de su casa. Las banderas, los tipos físicos de los jugadores, los nombres extraños, la diversidad entre las aficiones, los encuentros poco comunes, las sedes en lugares distantes. Hasta algunas diferencias en estilo de juegos pueden notarse sin mucho esfuerzo.
A mí me encanta ver los reportajes de color que acompañan a los partidos. Este producto de una cultura enajenada con el futbol ha sido uno de mis boletos para conocer otros países; las mesas de análisis en los resúmenes televisivos diarios mi escuela sobre balompié.
El deporte tiene esa rara cualidad de representar por momentos la vida. ¿Dónde más puede suceder que el selectivo de un país de 340 mil habitantes como Islandia pare a Lionel Messi, considerado el mejor jugador del mundo? ¿Cómo no compartir la emoción de Panamá por calificar por primera vez al Mundial? ¿Cuándo, si no ahí, se nos ofrece la oportunidad de entender nuestra capacidad para superar en algo a Alemania? Si después de muchos años los jugadores mexicanos vencieron ese “ya merito” tan arraigado, ¿no podemos nosotros por un momento y luego otro y adoptar una mentalidad ganadora?
Los mundiales siempre están inmersos en un momento histórico y político. El equipo francés, por ejemplo, muestra el potencial de la apertura hacia la población inmigrante, mientras que en Estados Unidos no perdonan que Rafa Márquez esté jugando cuando allá sospechan de él por lavado de dinero.
La sombra de las indagatorias en curso sobre corrupción en la FIFA se suma a la amenaza terrorista en esta época de un Estado Islámico resentido con Rusia y de grupos separatistas chechenos, por otra parte. Pero a mí me preocupa más que, según datos de la organización, habiendo sido en el Mundial pasado mujeres el 45 por ciento de los televidentes en nuestro país, prácticamente todas las que participan en la cobertura mexicana de Rusia 2018 se hayan incorporado como “atractivo visual”.
Aunque en realidad no sé por qué me quejo. Estoy haciendo mi lista de los jugadores —directores técnicos también— más guapos. Eso de ver las musculosas piernas de los futbolistas no tiene comparación.
Y, a pesar de Trump, México, Canadá y Estados Unidos compartirán la sede del Mundial 2026.