Opinion

Infancia y muerte. Creer contra toda esperanza

Lourdes Almada Mireles
Analista

2018-06-07

La semana pasada, este medio periodístico publicó, en artículo de Lucy Sosa, las cifras de homicidios dolosos de niñas, niños y adolescentes en el estado de Chihuahua. Según las cifras de la Fiscalía General del Estado (FGE), obtenidas a través de la Plataforma Nacional de Información (PNI), se registraron un total de 846 asesinatos de personas de 0 a 17 años, en el período de 2010 a 2017, lo que significa que en promedio, se realizaron 106 homicidios por año.
Las cifras son espeluznantes. Sólo mirarlas me genera un nudo en la garganta y un vacío en el estómago, es la misma sensación que experimento ante cada muerte absurda, ante cada muerte que podía haberse evitado… que no tenía por qué haber ocurrido.
Los datos son todavía más escalofriantes cuando se analizan por grupo de edad. De ese total (846), 682 eran adolescentes de 13 a 17 años; 57, el siete por ciento, eran niños de 7 a 12 años y 57, el 13 por cada cien eran pequeñitos (as) de 0 a 6 años.
El primer punto necesario de aclarar es el hecho de que todos (as) son víctimas, víctimas de homicidio y víctimas de una sociedad que no pudo garantizar su derecho a vivir, crecer y desarrollarse.
En el caso de los adolescentes, surgen siempre voces que les criminalizan y juzgándoles igual que a los adultos, se vierten frases como “en algo andaban metidos”, “ellos se lo buscaron”, etcétera. La manera más fácil de deslindarnos de responsabilidad y pretender que las situaciones de riesgo en que se encuentran son una decisión personal.
Aun en el hipotético caso -no tenemos la información para asegurarlo- de que hubieran estado vinculados a actividades ilícitas, no podemos menos que preguntarnos qué les llevó a ello, qué alternativas reales tuvieron, qué necesidades básicas (fisiológicas, de seguridad, afectivas, de pertenencia, de trascendencia) buscaban resolver cuando se implicaron en actividades que podrían llevarles a la muerte.
En el caso de los niños, pienso a manera de hipótesis que iban acompañando a sus padres y que las balas asesinas se dirigían a los mayores. De cualquier modo, me aterran los niveles de deshumanización que hemos alcanzado, cuando la presencia de niños y niñas no detiene la voluntad de matar, más aún, cuando esas mismas balas les alcanzan.
Trece infantes de 0 a 6 años fueron asesinados cada año durante la última década. Si revisamos los diarios, es innegable que en estas muertes se mezclan las balas “perdidas” y el maltrato atroz que padecen nuestros niños y niñas. La insensibilidad ante la presencia de los niños de quienes aprietan el gatillo y la visión de los niños como propiedad, la violencia de la calle y la violencia doméstica.
Y en la combinación de todo esto, una sociedad que orilla a las familias a condiciones de miseria, de estrés y de violencia. Familias cuyos adultos crecieron en el abandono y la violencia y ahora, sin mediar formas de sanar y resignificar, repiten los ciclos de violencia de los que antes fueron víctimas. Familias en las que los padres están exhaustos y cada vez más empobrecidos, con pocas oportunidades para crecer y desarrollarse y sin acompañamiento de ningún tipo para elaborar la violencia y hacer los cambios culturales y psicológicos que necesitan para acompañar a las y los más pequeños.
Todas estas muertes absurdas y evitables me duelen y me estrujan, pero que ocurran en la infancia primera me desmorona. Me desgarra pensar que una sociedad que permite la masacre de sus niños (as) es una sociedad que se condena a sí misma a morir.
Siento una profunda desesperanza. Scott Fitzgerald en lo álgido de su depresión escribió que “la prueba de una inteligencia superior es saber que las cosas no tienen remedio y mantenerse sin embargo decidido a cambiarlas”. En días como estos me aferro a que esa inteligencia superior existe, a que lo único seguro es la necesidad de no claudicar.
No hay, después de revisar estas cifras y de constatar cotidianamente estas realidades, otra alternativa que aferrarse a creer. Aferrarse, como decían mis amigos de las comunidades eclesiales de base, a creer contra toda esperanza. Creer e implicarse.

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