Opinion

La necesidad de odiar

Sixto Duarte/
Analista

2018-05-14

Prácticamente desde los tiempos bíblicos, siempre ha habido un sector de la población al cual se le ha culpado, por parte de la mayoría, de los males que aquejan al mundo. Se le llama “chivo expiatorio”. Esta situación existe básicamente en todas las realidades nacionales: entre menos educado es un pueblo, es más fácil que se le manipule para odiar a un determinado personaje o grupo, pues a decir de algunos líderes, ese personaje o grupo es el culpable de los problemas que enfrenta determinada sociedad.
Desde la óptica bíblica, esta situación ocurrió con el mismo Jesús de Nazareth, quien fue crucificado. Pasó también con los judíos quienes fueron responsabilizados por el nazismo de los problemas de Alemania. Pasa con los refugiados sirios en la Europa actual. Pasa igualmente con Madrid en el conflicto catalán y hasta pasa con la comunidad menonita en la zona noroeste del estado. A donde vayamos, siempre habrá alguien a quien acusar de todos los problemas que se viven. En pocas palabras, siempre habrá alguien a quien odiar.
Si usted prende la televisión hoy, también encontrará un “enemigo” común del pueblo, que parece que se sale con la suya, y por ende hay que odiarlo. Puede ser que ese enemigo sea López Obrador, pues “nos quiere convertir en Venezuela”. O puede que ese enemigo sea Meade o Anaya porque “pertenecen a la mafia del poder y nos quieren seguir robando”. Para algunos, ese enemigo es Peña Nieto, pues se habla de él como si hubiera llegado al poder con el afán de desgraciarle la vida a todos los mexicanos. Incluso, recientemente, Luisito Rey, padre de Luis Miguel, se ha convertido en uno de los seres más odiados por la muchedumbre, por la versión que se expone en la serie de la vida del artista. A más de veinte años de su muerte, la masa lo descubrió y está feliz odiándolo. Parece que el país siente la necesidad de odiar a alguien.
Parece que no existen matices en estos personajes polémicos. No se percibe que la política social de López Obrador puede ser un punto bueno para él. Tampoco que la responsabilidad en la conducción macroeconómica del país puede ser un acierto para Meade. Tampoco se percibe que el Gobierno de Peña ha impulsado una agenda de reformas que el país demandaba desde hace décadas, ni que nunca se habían creado tantos empleos como en este sexenio. Mucho menos se va a reconocer que Luisito Rey fue el principal impulsor en la carrera artística de su hijo. Para la mayoría, solamente hay blanco y negro.
Históricamente ha pasado lo mismo, pues tanto Santa Anna, Juárez, Díaz y Madero, tuvieron aciertos y errores. Ninguno debe estimarse enteramente bueno o enteramente malo. Esa dicotomía refleja que en realidad, no conocemos nuestra historia, ni mucho menos nuestra realidad.
A la muchedumbre no le interesa tener certeza de las acusaciones, pues se siente cómoda odiando a su villano favorito. Estamos como sociedad inmersos en un fanatismo que rechaza el contraste de ideas y el análisis, y que asume su realidad como absoluta. Esa es una característica de la intolerancia.
Especialmente en épocas electorales, los líderes de opinión abonan en gran medida a esta división. En estos momentos políticos, los sentimientos están a flor de piel, y rechazamos de manera tajante y hasta grosera cualquier manifestación que vaya en contra de lo que consideramos una verdad incuestionable y absoluta. Si Eugenio Derbez dice que no considera que López Obrador sea una opción viable para el país, entonces hay que lincharlo. Si Ricardo Alemán se expresa sobre López Obrador en los mismos términos que lo hizo Denise Dresser respecto de Peña, también hay que lincharlo.
Hemos llegado a un grado de intolerancia irracional en el país, que resulta complicado sostener una conversación objetiva sobre el escenario político sin alterarnos. En el momento que entendamos que el destino del país no depende de un hombre (a menos que éste fuera un dictador) podemos ver las cosas desde una óptica más serena. Quien piense que el país puede cambiar (para bien o para mal) en seis años por decreto, entonces le falta entender un poco más de las instituciones.
Con esas manifestaciones, nos damos cuenta que el país que ama odiar está profundamente dividido. Independientemente de quién gane la elección, cuando asuma el poder encontrará un país profundamente dividido. ¿Cuánto tardaremos los mexicanos en volver a estar unidos? ¿O nada más los terremotos y huracanes tienen la capacidad de unirnos como país?

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