Opinion

Cortar el maridaje

Jesús Antonio Camarillo/
Académico

2018-05-11

Ciudad Juárez fue la plaza en la que Andrés Manuel López Obrador, candidato a la Presidencia de la República por la coalición Juntos Haremos Historia, inició formalmente su campaña presidencial hace ya más de un mes. Lo hizo, como se recordará, en el Monumento a Benito Juárez. El significado del símbolo buscaba impregnar su discurso: el advenimiento de una nueva reforma, una del tamaño de la que llevó a cabo Juárez, la separación de la Iglesia y el Estado. Además, una de la dimensión de la Independencia y de la Revolución. Así lo ha dicho todos estos días, en múltiples foros.
Esa reforma que Andrés Manuel buscará afanosamente consistirá en la separación del poder económico y poder político. En esta ciudad, las palabras textuales de López Obrador fueron: “Nuestra propuesta tiene como principal propósito desterrar la corrupción y la impunidad. Así como Juárez separó al Estado de la Iglesia, ahora vamos a separar al poder económico del poder político. El Gobierno va a representar a pobres y a ricos, a mayorías y minorías, a creyentes o no creyentes, a pobladores del campo y de la ciudad, a mexicanos de todas las clases sociales, preferencias sexuales y culturales”.
Decido transcribir textualmente sus palabras porque nos permiten bajar la ambigüedad y entender a qué se refiere cuando habla de esa necesaria separación entre los dos “poderes”. Así, me parece que cuando el candidato recibe críticas porque, según algunos analistas, “no entiende cómo funciona la economía” ya que, “hoy en día, la economía y la política no se pueden separar”, pareciera que están refiriéndose a todo, menos a lo que el candidato, muy concretamente en esta ocasión, se refiere.
Creo que la afirmación de que es necesario separar el poder político y el poder económico se debe entender totalmente relacionada con la segunda parte de la cita, es decir, la que alude a la representación. Lo que el candidato dice es muy sencillo y sería muy difícil de objetar. Se trata solo de la enunciación de que el poder político en México, desde hace muchos años, ha dejado de representar a otros que no sean parte de una minoría privilegiada.
Tendríamos que estar muy alejados de la realidad para contradecirlo. En efecto, el Gobierno mexicano, desde hace décadas, parece más bien una agencia de representación de los intereses de quienes detentan el máximo poder económico.
Inclusive, como un vil sistema con engranaje circular, el poder político de los últimos lustros pareciera ser una simple creatura de quienes concentran la riqueza y el ingreso en México. Se llega al poder gubernamental gracias a sus auspicios, se entiende que hay que trabajar para cuidarle sus intereses.
Entonces, cuando se habla de separar el poder económico del poder político no se está aludiendo a trastocar las inmaculadas “leyes del mercado” a las que, por cierto, tanto apuestan ciertos sectores de líderes de opinión y de la academia. Tampoco de suspender los derechos fundamentales de los grandes magnates. Menos aún de una andanada de confiscaciones de empresas y propiedades de los que tienen un pie en el cuello de obreros y campesinos. Solo se trata de que el poder político vuelva a lo suyo y adquiera la dignidad que alguna vez perdió y que no ha vuelto a recuperar en los últimos sexenios. Para que porte esa dignidad perdida tendrá que tener una autonomía a toda prueba frente a los poderes fácticos. Esos poderes reales tendrán que sujetarse a las reglas, en igualdad de condiciones, sin el hándicap de la concertacesión por lo oscurito.
Que ellos habrán de perder algunos de sus suculentos privilegios si tal escisión realmente se lleva a cabo, parece innegable, pero eventualmente ganaremos todos, al final de la película. El chiste es que esa cinta se torne una saga, en que cada capítulo se agregue el andamiaje necesario para no volver al maridaje que tanto daño ha hecho a este país.

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