Elvira Maycotte/
Escritora
La primera década del tan esperado siglo XXI trajo a los juarenses problemas urbanos que no hemos resuelto. Hace un par de semanas compartí mi preocupación por el grave problema que tenemos los juarenses respecto al gran número de viviendas desocupadas que existen en la ciudad, pues no es poca cosa que una de cada cuatro viviendas se encuentre en ese estatus. Solo por mencionar algunos de los impactos que se desprenden de esta situación, tenemos los muy sentidos problemas que enfrentan los vecinos de las zonas donde se concentran: el riesgo que representa el que se conviertan en el lugar de reunión de malvivientes, de la basura que los propios vecinos acumulan en ellas y las hierbas que alojan alimañas.
Mi intención, en ese artículo, fue manifestar que el problema no es solo de los vecinos de los fraccionamientos y las áreas de la ciudad que se destacan por un paisaje urbano en donde impera el abandono: el problema es de todos los juarenses, porque si bien los que sufren directamente sus efectos negativos son en primera instancia los que viven ahí, a final de cuentas todos pagamos la factura.
Si para 2010 en la ciudad se registró que el 24 por ciento del parque habitacional total estaba desocupado, en las colonias que se edificaron en el suroriente entre 2002 y 2010 este porcentaje alcanzó el 34 por ciento. Mucho se habló y escribió del problema que se avecinaba: desde el año 2004 los investigadores y especialistas en el tema auguraban un desastre urbano y lo daban a conocer a los tomadores de decisiones, sin embargo, no fueron escuchados. Ya con el problema encima, las autoridades estatales implementaron programas en los que infructuosamente trataron de coordinar las acciones de las tres esferas de gobierno; sus resultados fueron mínimos; a más de ocho años de acciones superficiales y fallidas no se ha recuperado ni el 20 por ciento de las viviendas y los recursos invertidos, económicos y sociales, han sido considerables.
Se han vuelto a pintar las mismas casas, se les ha colocado cocina y piso, rejas y hasta un marco de cantera alrededor de las ventanas para volver a venderlas a un precio en ocasiones menor al de venta original. ¿Qué se la logrado con ello? Nada. Solo que las familias que con trabajo y sacrificio han pagado su mensualidad puntualmente se sientan burladas y hasta invitadas a ser parte de aquellos que dejan de cumplir con su deber: el gobierno mismo propicia esta actitud negativa que, de nuevo, a todos afecta.
Si pintar casas fuera la solución, tendríamos este tema casi resuelto, pero no es así. ¿Cómo podríamos mover esas casas a la ciudad, o llevar la ciudad hasta esas casas? Imposible, el daño ya está hecho y es muy costoso revertirlo, en caso de que se pudiera. Porque, en el estricto sentido de la palabra, están fuera de todos los beneficios que la ciudad puede ofrecer: el problema es de fondo, no se trata solo de pintar muros y colocar bardas que, a fin de cuenta, hacerlo vuelve a ser negocio para los mismos que originaron el problema.
Más, como frecuentemente sucede, cuando el gobierno no responde la sociedad por sí misma hace por solucionar sus problemas; mientras se coordinan, hacen sus planes y los ejecutan, miles, sí, miles de familias resuelven su problema ocupando las viviendas aparentemente sin dueño. Para ellos su problema habitacional se resuelve, y para los vecinos también: ellos, los vecinos prefieren que se invadan porque solas les representa un riesgo, sin embargo, para la ciudad, para nosotros, esa no es la solución. La irregularidad, por una parte, no es una cualidad que deba estar presente en una ciudad que pretende presentarse ante el mundo como una urbe global y, por otra, quienes han ocupado esas casas tarde que temprano habrán de enrolarse en la problemática social que las carencias de infraestructura y equipamiento originan. Este es un tema que debemos meditarlo, pues, sin duda, es una nueva vertiente del problema que a todos nos traerá consecuencias.