Opinion

Reinventar México... cada seis años

Pascal Beltrán del Río/
Analista

2018-03-22

Ciudad de México.- La palabra continuidad tiene un mal nombre en esta temporada electoral.
Un número creciente de ciudadanos dice a los encuestadores que no votaría por el PRI.
Hay muchas posibilidades de que el país esté en el umbral de su tercera alternancia en la Presidencia de la República en 18 años.
Un cambio de partido en el gobierno no tendría por qué ser traumático. Ganar o perder es una condición inherente en cualquier sistema democrático.
El problema para México es que un cambio de sexenio generalmente significa dar por concluida una etapa de la historia y comenzar otra.
Es mito la rivalidad entre Tezcatlipoca y Quetzalcóatl llevado al gobierno.
Así ha sido desde los tiempos del autoritarismo posrevolucionario de partido único -probablemente desde el siglo XIX, de hecho- y así ha continuado en los tiempos del pluripartidismo.
Cuando el PRI mandaba sin oposición, cada seis años se reinventaba el país. El nuevo presidente llegaba con sus propias ideas y desechaba muchas de las prioridades de su antecesor.
La diferencia entre entonces y ahora es que los mexicanos compartían, en términos generales, una visión de país. México tenía un lugar en el mundo y sus habitantes, una definición común de patria que iba más allá de su gobierno.
Hoy es muy difícil definir qué es México, así como poner de acuerdo a sus ciudadanos sobre cuáles son los valores y aspiraciones colectivos.
No me malentienda: la diversidad es importante para la democracia -a veces me llama la atención cómo personas que se dicen tolerantes hacen todo lo posible por uniformar el pensamiento-, pero una nación también necesita acuerdos fundamentales. Creo que en México no hemos sido capaces de encontrar unos que se ajusten a estos tiempos.
Eso se refleja en los discursos de quienes aspiran a la Presidencia. Prácticamente, no tienen posiciones en común. Por eso, la contienda electoral es un ganar todo para unos y un perder todo para los demás.
Quien llegue a Los Pinos -o a Palacio Nacional, porque ni siquiera hay consenso sobre dónde debe residir el Ejecutivo- quizá proclame que será el presidente de todos los mexicanos, pero ¿realmente lo creerá? Más aún: ¿lo creerán los perdedores?
Volteo a ver a Chile, que acaba de tener su tercera alternancia en el Palacio de La Moneda en 12 años, y no veo lo mismo. Sin hacer a un lado por completo las diferencias ideológicas, su clase política tiene grandes coincidencias sobre el proyecto de país.
Por eso, sus transiciones no son traumáticas ni representan un comienzo de cero. Los chilenos construyen sobre lo existente, no se proponen levantar un nuevo país con cada cambio de gobierno.
Una continuidad del proyecto de nación no significa un pacto de impunidad. Ahí está Francia, donde el proceso que actualmente enfrenta el presidente Nicolas Sarkozy -por haber recibido, presuntamente, dinero del dictador libio Muamar Gadafi- no significa una paralización del país, como sucede en casos similares en muchas naciones latinoamericanas. Francia, incluso más que Chile, es un país de sólidos consensos, a pesar de las fricciones que pueden causar en estos tiempos temas como la inmigración.
Los mexicanos debemos construir esos consensos. No tiene futuro el tirar a la basura casi todo lo que hizo el gobierno anterior y pretender refundarnos como nación cada seis años.
¿Queremos ser un país abierto al mundo o encerrado sobre sí mismo? ¿Creemos en la meritocracia o en las cuotas? ¿Debe haber instituciones transexenales que se ocupen de resolver distintos temas o deseamos un gobierno a cargo de todo? Son temas sobre los que hay que definirnos.
Porque en estos momentos coinciden muchos proyectos de país, enfrentados en el escenario electoral, y las ideas de quien gane los comicios serán apoyadas por menos de la mitad de los electores y eso quizá signifique menos de una cuarta parte de los ciudadanos.
¿Será bueno imponer a más de la mitad del país ideas con las que está de acuerdo menos de la mitad?
Por si fuera poco, el sistema político presidencialista no nos ayuda a resolver este dilema, como he argumentado aquí muchas veces.
Quizá una forma de avanzar en la construcción de consensos sea admitir que nadie tiene razón hasta que no lleguemos a acuerdos básicos. Y un primer paso que podríamos dar es sustituir el actual presidencialismo disfuncional por uno que tenga, de entrada, incentivos para construir acuerdos.
Por supuesto, dar ese paso es un enorme reto en sí mismo, pero es la única forma de comenzar a caminar hacia los consensos que necesitamos como nación en un entorno globalizado donde muchos de nuestros competidores, socios y rivales los tienen.

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