Opinion

Sospecha razonable

Jesús Antonio Camarillo/
Académico

2018-03-16

Las revisiones policiacas a personas y vehículos sin orden judicial son tan cotidianas en México que habían conformado, hasta hace algunos días, una especie de “costumbre derogatoria”, entendida ésta como una práctica reiterada que se opone a reglas o principios de un ordenamiento, pero que por ser tan recurrente y vinculatoria, adquiere una fuerza capaz de quitar efectos a la legislación formal.
Esta semana, una decisión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación quizá haya variado tal panorama, al convalidarse las revisiones policiacas sin previa orden judicial. La resolución irrumpe como corolario a una acción de inconstitucionalidad promovida por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos en la que se denunciaba que tales actos de autoridad transgreden los derechos a la libertad personal y de tránsito, seguridad jurídica, privacidad, integridad personal, entre otros bienes jurídicos. La CNDH buscaba la declaración de inconstitucionalidad de ciertos artículos del Código Nacional de Procedimientos Penales que el organismo consideró que trasgredían esos bienes básicos.
Para justificar la decisión contraria a las pretensiones de la CNDH, el ministro ponente argumentó que para que tal revisión se ajuste a los parámetros constitucionales, la misma debe generarse solo ante la sospecha razonable de que se está cometiendo un delito y no por la simple apariencia de las personas a las que se les someterá a la misma. Asimismo, esas inspecciones únicamente se llevarían a cabo en el contexto de investigaciones criminales.
Como intuitivamente se aprecia, la introducción de la expresión “sospecha razonable” remite, se quiera aceptar o no, a una zona de incertidumbre o penumbra. Esta área de suma vaguedad se acendra cuando se observa el perfil y la manera de conducirse de las diversas corporaciones policiacas del país, muy dadas a rebasar la delgada línea que existe entre la discrecionalidad y la arbitrariedad. No por nada la CNDH tiene a las detenciones arbitrarias como una de las principales causas de inconformidad, contabilizando 10 mil 225 quejas por ese motivo, entre los años 2007 y 2017, solamente en lo que atañe al ámbito federal.
Cabe acotar que la Suprema Corte mexicana ya había deliberado en torno a la figura de la “sospecha razonable”. Lo ha hecho, por ejemplo, en tesis aisladas recientes. En ellas se pone énfasis en que tal concepción debe estar sustentada en elementos objetivos y no en la mera apreciación subjetiva de los agentes policiacos. Lo que llama la atención de tales deliberaciones jurisdiccionales es el cúmulo de elementos que, según la Corte, deben arropar la actualización de la sospecha. En otras palabras, la exigencia del alto tribunal se centra en la carga argumentativa que tendría que desplegar la autoridad policiaca para justificar la medida de un control provisional preventivo y que se traduce en la obligación de construir una explicación detallada, en cada caso concreto, de las circunstancias de modo, tiempo y lugar que “razonablemente” hicieron convicción en el policía sobre la acción “sospechosa” o “evasiva” del sujeto.
El problema es que esta exigencia que en principio es loable, está muy lejos del despliegue operativo de las corporaciones policiacas en México. Muy lejana también de la preparación real de los cuerpos de seguridad de las policías de todos los niveles. A decenas de años luz de su verdadera capacidad argumentativa. Ciudad Juárez es un ejemplo de la forma en que la “actitud sospechosa” de los ciudadanos depende enteramente de la percepción de los cuerpos preventivos de seguridad. En este país, en general, alguien de pronto es sospechoso por su manera de vestir, por su color de piel, por su manera de hablar, por su preferencia sexual, por sus creencias, o porque sencillamente no piensa y se conduce como las mayorías.
Cuando ese “sospechosismo” es convertido en parte del derecho por la vía de la convalidación judicial, quizá todos tendremos que poner nuestras barbas a remojar.

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