Jaime García Chávez/
Político
Cada vez son menos los que sostienen que el Estado moderno se sustenta en tres poderes: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial. A la vez, son más los que han encontrado en los órganos constitucionales autónomos la expresión de un Estado que se vertebra a partir de criterios avanzados, progresivos y de reconocimiento, sobre todo de esferas eminentemente técnicas, para concretar grandes decisiones que no se pueden dejar ni al arbitrio de políticos que suelen presentarse como hombres fuertes o de congresistas que no representan a nadie.
Los ejemplos van desde los bancos centrales hasta las entidades que, para generar confianza, confeccionan las estadísticas que trazan la radiografía real de un país. En el mismo marco y en la historia reciente del constitucionalismo mexicano, están las comisiones de derechos humanos, los órganos electorales -administrativos y jurisdiccionales-, y por razones más que obvias, los entes encargados de la transparencia, la auditoria pública y la rendición de cuentas.
La teoría más avanzada sostiene la necesidad de sacar del poder público y político tradicionales estas esferas, ponerle distancia a la facciosidad partidaria y, lo que se suele no entender, producir así la confianza que da legitimidad a todo gobierno.
Quede lo anterior como una especie de telón de fondo para examinar el reciente triunfo, en tribunales, de Rodolfo Leyva Martínez para recuperar la presidencia del Consejo General del Instituto Chihuahuense para la Transparencia y Acceso a la Información Pública (Ichitaip). Los actores se presentan respaldados por una escenografía definida por una esplendente autonomía, pero es solo eso: una suerte de mantas con acuarelas que los malos gobernantes emplean para engañar. Grave error, explicable en los autoritarios, y extraño en quien se presenta ante la sociedad con credenciales avaladas en una oferta de ciudadanizar el poder.
Para la comprensión de este problema en la coyuntura chihuahuense nada mejor que leer el fallo protector que obtuvo Leyva Martínez en el amparo que le concedió el juez titular del Juzgado Segundo de Distrito en el Estado de Chihuahua. Es una resolución que, incondicionalmente, obliga a corregir una pésima decisión de removerlo de su cargo. El hecho ya es del dominio público; causó estupor desde el momento mismo en que se le pretendió defenestrar hace alrededor de un año.
La sentencia no tiene desperdicio: su argumentación es contundente, avasalladora, se interpone frente a la arrogancia de un poder que pretende ser omnímodo y un desaseo completo del resto de los consejeros que, ajenos a sus competencias y facultades expresas y obedeciendo consignas, tomaron una decisión que violentó la esencia de un órgano constitucional autónomo. Reconozco la actitud de Leyva Martínez al emplear las herramientas del derecho para restañar agravios, que a todos nos lastima. Es válido también extender esto al juez que emitió la sentencia. El sentido ciudadano que está en el corazón de este tema, es claro: frente a la arbitrariedad, los límites de una sentencia de amparo que obliga a corregir el curso funesto de las cosas.
No paso por alto, en este texto, que el tema me atañe por haber participado en las batallas locales para abrir nuevos cauces a la participación de los ciudadanos en las decisiones públicas. Aparentemente por esto pareciera que tomo partido, pero no. Recuerdo ahora que me cuento entre los ciudadanos que emprendimos la batalla por la transparencia y la rendición de cuentas aquí en Chihuahua, particularmente cuando, con el apoyo de más de 20 mil ciudadanos, impulsamos sólidamente la iniciativa popular para crear el Tribunal Estatal de Cuentas, desdeñada por el gobierno de Patricio Martínez García.
Fue la primera ocasión, así sea en parte, que se postuló la creación de auténticos órganos constitucionales autónomos. Con igual impulso otros brazos de la sociedad civil levantaron la exigencia de abrir una institución garante de la transparencia y el acceso a la información pública.
Después, la fracción parlamentaria del PRD -el de entonces, no el de ahora- en el Congreso local, presentó la primera e histórica iniciativa para crear lo que ahora es el Ichitaip, bajo la divisa de un buen sustento jurídico favorable a las personas y los ciudadanos, con la garantía y la fortaleza de una autonomía real. Brotó la primera ley local en esta materia -que superó el sentido de la federal- y fue posible por un concurso legislativo en el que estuvieron presentes los más importantes partidos políticos de la entidad y la flexibilidad y capacidad de acuerdo de los diputados de la legislatura que inició sus trabajos en 2004. Parecía que el poder, finalmente, abriría sus criptas, y la secrecía y el arcano empezaban a ceder terreno.
Después vendrían el duartismo, y todos sus vicios, que llegaron hasta la prepotencia reciente que mostró la destitución de Leyva Martínez. Se comprobó que el avance hacia esquemas de gobierno democráticos se mueve lenta y milimétricamente. También, en el balance de los hechos, se reconoce la insurgencia de actores que, escudándose en el derecho, la inteligencia y el talento para articular disputas judiciales, le abrieron espacios a nuevas formas de relación de los ciudadanos con el poder, o de ciudadanos en el poder mismo. Ahí está el mérito del quejoso en el amparo que comento, que alcanzó sentencia favorable, no como una dádiva solo beneficiosa a su persona, sino un fallo federal que restituye el sentido de constitucionalidad que debe privar siempre en esto.
Me satisfizo el fallo que comento, lo siento como un triunfo compartido por muchos y sostengo que ese talante debe ser el que marque la recepción de la noticia. Chihuahua ya no puede ser territorio ni de autoritarios, ni de arrogantes. La cultura tradicional del ejercicio del poder debe superarse. Si tienen altura de miras, así lo deben entender tres de los reales o formales destinatarios del fallo federal: en primer lugar, el señor Javier Corral Jurado; en segundo, cuatro integrantes del Consejo General del Ichitaip; y en tercero, los grupos empresariales que han usado a Alejandro de la Rocha como el empleómano más distinguido de la región, pues no hay cargo de esta índole al que se convoque y deje de aspirar. Han de entender que los órganos constitucionales autónomos no son propios de un sistema estamental.
El dilema es, ahora, continuar o no con este litigio. Si los afectados interponen una revisión, estarían cayendo en inadmisible desmesura, porque eso violenta el interés público de la institución, entendida como la garante de las personas a acceder a la información del quehacer público. Como todas, pero especialmente esta, es un aparato que se debe presentar ante la sociedad por el aprecio que tiene a la propia esencia que la conformó. No hacerlo así es traición, politiquería. Ojalá y lo entiendan así los destinatarios del fallo; cuando no sea así, darán muestras sobradas de su carácter de burdos filibusteros.
En el marco de la impericia para hacer política que se apoderó del gobierno actual, es de reconocer la actitud de Rodolfo Leyva Martínez a la hora de extraer las conclusiones, ante sus pares, dijo lo que se tenía que decir, sin tapujos y sin censuras. Expresó el colofón necesario, era su responsabilidad y su congruencia las que estaban en juego.
Pero vale mucho lo que afirmó y que es compromiso público: no va a blandir el fallo protector como el mejor título de una victoria facciosa, no le va a restregar a nadie la sentencia en la cara, no la empleará para atizar las pugnas, sino como un precedente para darle la vuelta a la página y continuar el trabajo en un ambiente de respeto y ausencia de ojerizas, como lo marca la necesidad de una gobernabilidad democrática, siempre atenta -cuando existe- del interés general.
No cualquiera actúa así, estamos acostumbrados a ver funcionarios que privilegian sus partidarismos estrechos, convicciones y rencores, y ya sabemos que cuando esto sucede el producto se llama mal gobierno, y el doliente, la sociedad.
Hoy, como hace muchos años, le recuerdo a Corral Jurado una moraleja: la moderación es generosa con los demócratas. El mensaje es claro: quien interpreta la constitución ya se pronunció, el quejoso tiende la mano y se compromete con la ley y su trabajo de servidor público, por tanto, la templanza debe estar del otro lado de la cancha. Esperamos que no haya ni ira ni revanchismo. Y comprensión cabal de que el Estado ya no son los tres poderes, avasallados por el Ejecutivo. El compromiso con esto exige amores, ni buenas y menos malas razones.
El que sabe perder, también gana.