Opinion

La marcha mexicana de la locura

Jaime García Chávez/
Político

2018-02-17

Acostumbrados a observar gobiernos tiránicos, ambiciosos, incompetentes, es recurrente que nos olvidemos de los insensatos. Pero la práctica de esto no tiene que ver exclusivamente con gobiernos; va más allá y alcanza tanto a organizaciones de toda índole, partidos y actores políticos. Para la periodista Barbara W. Tuchman, experta en la materia, la insensatez en este caso es hija del poder, a grado tal que “el poder de mando frecuentemente causa fallas del pensamiento que la responsabilidad del poder a menudo se desvanece conforme aumenta su ejercicio”. Como historiadora  puso casos de una relevancia que prácticamente deja estupefactos a los lectores.
A lo largo de los últimos meses la escena nacional, en particular la que atañe al proceso de competencia por el poder presidencial que se va a dirimir este año, se ha podido constatar que la falta de sensatez es un común denominador presente en las principales formaciones partidarias y sus más relevantes actores. Siguiendo una línea del pensamiento de Maquiavelo, aquí no trataré asuntos que tengan que ver con la moral o la ética, simplemente narraré lo que tiene que ver con el ejercicio para posicionarse en pos de la conquista o la preservación, del poder político, en este caso un poder que no ha dejado de estar barnizado, esencialmente de un sentido imperial que nos viene desde la época de los austrias, que fueron amos y señores desde los tiempos de Carlos V hasta mediados del siglo XVIII, cuando llegó la casa borbónica.
De esta insensatez da muestras tanto el carcomido partido de Estado –el PRI- y sus satélites–, como sus oponentes del PAN y MORENA. Un apretado resumen dará razones a estas críticas. Empecemos por el partido en el poder y su desprestigiado y falto de confianza, gobierno que preside Enrique Peña Nieto.
Cuando la política y el poder han dejado de ser lo que fueron, cuando ya todo mundo tiene visualizadas practicas detestables, que se desea desaparezcan, Enrique Peña Nieto abrió un proceso sucesorio a la vieja usanza, recurriendo hasta el último momento al tapadismo y al dedazo. El que iba a ser –aunque conocíamos el ramillete– estaba oculto, hasta que el ahora empequeñecido dedo índice de la cima del poder cayó sobre el cuerpo del ungido. De suyo esto, en los tiempos que corren, es una sandez, pero poner de candidato a un hombre que ha vivido en los dos mundos  –PRI y PAN–, aparte de no militar en el que lo postula lo coloca en un grado de vulnerabilidad que lo convirtió en implorante pedigüeño a los celosos del tricolor, algo que habría hecho vomitarse a Plutarco Elías Calles: “Háganme suyo”, les dijo Meade.
Lo que pensó el presidente que hacía con destreza (introducir un caballo de Troya al PAN, colocarlo en su fortaleza para destrozarlo desde adentro) resultó en olvido de que, en la más política de las elecciones recientes, se obliga a los priístas a presentarse ante los electores renegando de sí mismos y, como es obvio, remando a contracorriente, dando muestras de que es un partido muerto que quiere resucitar en otro que le compite por el mismo cargo. Pero no para ahí la estulticia: le confirmaron a López Obrador que existe el PRIAN, y con largueza, la “mafia del poder”. Pero no pararon ahí: Meade está en el corazón de la corrupción política. Por encima que él se crea de la misma, eso no se corresponde para acrecentar su credibilidad y generar confianza. En el proceso real todo mundo sabe que el enriquecimiento corrupto de la caterva gobernante tiene su asiento en las esferas hacendarias de las que formó parte importante y definitoria el calderon-peñanietista.
Vayamos ahora a la casa azul, donde se le quema mucho incienso a Manuel Gómez Morin, aunque en la realidad se desentiendan de su pensamiento conservador y a la vez afecto a la democracia liberal. Es una vieja y sabida historia: el PAN se alimenta del antipriísmo, de una contradicción que ya no es ahora lo que fue en los años dorados del autoritarismo y, por tanto, la estolidez aquí la encontramos con varios rostros: por una parte, Anaya es aval de Meade, para el que tiene elogios excedidos; por otra, Anaya es un cacique partidario que nada tendría que envidiar a las prácticas del canibalismo que tanto se le cuestionó a la izquierda. Según la mitología, Saturno devoraba a sus hijos y resulta que aquí fue el hijo el que devoró a sus dioses, llámense Calderón, su consorte Margarita o el presupuestivoro Gustavo Madero. Salvo su esbeltez corporal, Anaya es prácticamente idéntico a Meade: católico, neoliberal, calderonista, apologista de las reformas estructurales, atracador de la competencia intrapartidaria, sobrado y presunto corrupto.
En un juego de poder que a pocos puede engañar, piensa que los ropajes que le presta una izquierda escandalosa y deslavada como la del PRD lo puede catapultar a la silla presidencial. No se trata tanto de referir las famosas mezclas entre agua y aceite, sino subrayar las emulaciones que devienen de aquí, porque, más que discrepancias, las pugnas de intereses no se hacen esperar y el electorado las visualiza. La mentira de sacar al PRI de Los Pinos es una propaganda insensata, cuando unos y otros cargarán la pesada herencia del “haiga sido como haiga sido” del 2006, frase con la que escoltó Calderón su asunción al poder. A poco, me pregunto, frente al desafío morenista de López Obrador, el PAN presentará a su candidato diciendo soy de izquierda y de derecha, cuando ya todo mundo sabe su adicción por esta última. Aquí en Chihuahua, Javier Corral se anticipó y nos develó, por cierto en un intercambio de máscaras, al verdadero queretano.
Doy una zancada para llegar a MORENA. El partido se adscribe a la izquierda, en la geometría en boga se le ubica ahí, a pesar de los claroscuros en cuanto a agendas fundamentales, como sería el compromiso democrático, el nuevo perfil del constitucionalismo fincado en una cada vez más compleja división de los poderes, que rebasa su visión trinitaria, el Estado de derecho, la rendición de cuentas, el mundo de la globalidad en el que vivimos y la obligada y nueva visión en la defensa de los intereses nacionales. A contrapelo de esto, en lugar de apostarle a un partido político sólido, societario y colectivo, se decanta por un movimiento, asemejando esto un esquema ya visto en la emergencia de los fascismos europeos a partir de la segunda década de los años veinte del siglo pasado. El discurso encuentra un auditorio propicio contra el establishment, cuando lo que se espera es la presentación de un esquema que encamine inequívocamente a una democracia consolidada.
El pragmatismo, que no está divorciado obligadamente de la política pero que ha de acotarse, ha llevado a una táctica que en esencia busca desfondar al PRI y no se han puesto a pensar en un par de cosas y quizá una más: hay alianzas que restan y desfiguran: el PES, el gordillismo, por poner dos evidencias. El abrirle una vía regia a actores políticos que si no hicieron nada en el pasado que no fuera traicionar a la república, nada garantiza que lo hagan en el futuro. Con madera tan torcida no se pude hacer nada derecho. Con ese escombro difícilmente se puede edificar la democracia que busca el país, pero si esto resta, el filo de esta navaja puede ser tan eficaz que destruya tanto al PRI –en una elección de tercios– que le lleve votos, electores y sobre todo aparatos de poder y recursos, que pongan en riesgo el sitial privilegiado con el que llega al final de eso que se llama “precampaña”, por una ligereza tanto del derecho como del lenguaje. No sería la primera vez, pero aquí la marcha de la locura se evidencia como catástrofe si el tercer intento de López Obrador fracasa: su herencia de personal político se puede convertir en una pesadilla para México.
Esta marcha, en la práctica de sus actores –todos ellos profesantes de nuevas y viejas religiones– quizá se inspire en la conseja evangélica de que van enviados como ovejas entre lobos, cándidos como palomas, pero astutos como serpientes. Pero no pocas veces se le queman los libros a los sabios. No olvidemos que el líder político, a la mitad del camino, suele enajenarse y al quedar en esa condición, empezar a caminar en sentido contrario al propio interés.
Para la señora Tuchman “todo mal gobierno es, a la larga, contrario al propio interés”. Ese es el drama de Peña Nieto y su candidato que no puede divorciarse de lo que ha sido hasta ahora, a riesgo de perder la escasa base social que tiene. Las otras dos formaciones muestran una recurrencia de prácticas que pueden hacerlos inviables, contraproducentes a sus propios intereses.
Para no caer en estos abismos se necesita tener madera de estadista. Lo hemos visto aun en el caso de líderes que con esta índole han sido derrotados, pero no es porque hayan tomado la senda de la imbecilidad y la tontería. Pongo un ejemplo:  Gorbachov, en la opinión del socialista Mitterrand, dijo: “Negoció la debilidad de su posición con una energía feroz y desplegó tesoros de flexibilidad para subrayar su firmeza”. Pudo haber recurrido a la fuerza de las armas, pero estaba consciente de que el camino de la demencia era sobradamente caro en un conjunto de países sangrantes por dos guerras mundiales y una peste totalitaria. Pero esa pasta humana parece que está lejos de nosotros. 

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