Opinion

El desprecio de las instituciones y parafernalia

Jaime García Chávez/
Político

2018-02-03

Llegó y se fue el primer informe de gobierno del señor Javier Corral Jurado. Contra lo que dicen los partidarios del devenir: que todo cambia, todo fluye, nadie se puede bañar dos veces en el mismo río, nos encontramos con el hecho de que las cosas permanecen inalteradas, petrificadas. Cambian las apariencias, pero los contenidos se preservan en una especie de esclerosis política, que es a lo que me estoy refiriendo. Este es un fenómeno con honda historia, sostienen los teóricos de la política, que hunde sus raíces en el préstamo que hicieron a los políticos, los sacerdotes de las ceremonias de las añejas religiones.
Los informes de gobierno tienen mucho de liturgia, están cargados de reglas ceremoniales, solemnidades tortuosas, rituales que se preservan mucho más allá de los colores de los partidos. Sería intrascendente constatar que esto se mantiene, a pesar de lo chocante y tedioso que resulta para amplios grupos de la sociedad y que, siendo un acto más de los muchos que se realizan a lo largo de los años, pasan sin dejar ni glorias ni penas.
Pero bien miradas las cosas, se producen daños a la tarea de ir abriéndole paso a una cultura diferente y constitucional, de respeto a las instituciones y a las formas que establece, con toda claridad, la Carta Magna. En el fondo encontramos un desprecio por las instituciones, un desacato a su sentido esencial por estar dentro de ellas la representatividad política.
El Ejecutivo está obligado a respetar al Poder Legislativo rindiendo el mejor de sus informes conforme a la Constitución, es decir, abstenerse de presentarlo en un foro donde están los amigos, el auditorio a modo, la galantería de los escenarios. Más, como en el caso que me ocupa, cuando el gobernante se puede sentir con la confianza que le da la mayoría de su partido en el Congreso. Pero no, a pesar de profesar el credo democrático, se desprecia al Congreso y, en él, se cumple con un requisito de cajón, de simple oficialía de partes que hace vacía la ceremonia que debiera ser distinguible por su sentido republicano. Se gastó ahí a lo más cinco minutos.
Sabemos que los informes gubernamentales así como llegan en papel a los congresos, así transitan hacia el cesto de la basura, la trituradora o las empresas recicladoras de papel. Nadie los lee, y aunque hay una glosa obligada, se convierte en la más tediosa actividad congresional que uno pueda imaginar. Empero, eso no exime del oficio de apegarse a la ley. Aquí la conclusión es obvia: se dice –de dientes para afuera– que se quiere fortalecer al Congreso, pero se opta por un espacio cómodo en el que el Ejecutivo hace prevalecer su imagen de único poder incontrastable. Lo han hecho muchas veces los del PRI y los del PAN les van a la saga.
Incluyo en esta crítica el contabilizar los tiempos que se le dan al Congreso con relación a los saraos palaciegos. Ahora el dios Cronos favoreció la reunión de amigos y en un salón presidido de manera muda por un modesto patriota de nuestra historia, se dio cita el Ejecutivo con el impresentable Diego Fernández de Ceballos, el icono de la corrupción del PAN, al que se le permite tribuna para que establezca, en los anales de la historia del PAN, quiénes son sus próceres. También ahí estuvo el precandidato –¡vaya eufemismo!– Ricardo Anaya Cortés y otros miembros de la cofradía corralista. Para ellos hubo tiempo de encontrarse y hacer sobremesa. Buena comida, irrigada con vinos de buenos caldos, y para que haya sabor a tierra comprometida con la opción preferente de los pobres, buenos adornos del artesanado rarámuri, probablemente difuminados por el humo de los puros de un personaje del salinismo con ínfulas de hacendado y, como se sabe, distinguido por su desprecio hacia la peonada. No hubo –por tanto no se escucharon– ni teponaxtles, ni chirimías, porque son instrumentos de otras latitudes, pero sí tamborcillos de cuero crudo traídos de la barranca, de la sierra que distingue a Chihuahua.
Fue el nazismo el que empezó con una extrema estetización de la escena política. Destruyó la sobriedad que se abrió paso en Norteamérica y en la Francia revolucionaria. Lo hizo hasta llegar a la nausea, como bien se sabe. Aquí en México se ha hecho de los escenarios, también, un motivo para el espectáculo, para pasar un rato agradable entre tribunas de cristal, excelente y costoso diseño gráfico, buen manejo de los colores para envolver al hombre central de la fiesta, que hace en extenso –digamos dos horas– lo que debió haber realizado institucionalmente en el Congreso, que por cierto ha abdicado en favor del Ejecutivo, de lo que pudiera ser un encuentro interinstitucional que marcara de mejor manera lo que se vive en la escena pública.
Ciertamente no hubo una tribuna giratoria, con mecanismos electrónicos e hidráulicos sofisticados como en el duartismo, pero para llegar ahí sólo falta dar un paso. Sencillez no hay, moderación tampoco y sí un auditorio formado por el funcionariado de todos los niveles y los hombres y mujeres de la oligarquía económica degustando que algo cambió para que las cosas continúen como han sido de antaño.
Me asomo ahora a la industria del desplegado laudatorio en los periódicos impresos, las famosas inserciones pagadas. Se trata de una especie de competencia por pasar lista entre los proveedores del gobierno, los diputados del partido mayoritario, que no se hacen menos y que signan sus elogios con la exhibición de sus propios rostros. No hablan en el Congreso, cual sería su deber, pero mueven la cola a través de la inserción cargada de elogios. Dejemos eso de lado para ver algunos números contabilizados en los periódicos de la capital del estado.
En ambos medios de todos conocidos se publicaron 123 anuncios, repartidos, en un caso, en poco más de 27 planas completas, 54 medias, 109 cuartos y 217 octavos. En el otro, encontramos casi 11 planas, que se descomponen en 21 medias, 14 cuartos y 86 octavos. Papel, papel y más papel que puedo asegurar que entre los 5 ó 6 posibles lectores, me encuentro a mí mismo, en ánimo de fundar esta crítica.
Los desplegados, cargados de adulación, reflejan que la cultura democrática anda por los suelos. Evidentemente que no me opongo a una buena felicitación, pero cuando la misma es utilitaria y a lo sumo sólo reconoce que el gobernante hace lo que está obligado a hacer, cabe preguntarse ¿qué sentido tiene todo esto?, para contestar que ninguno. La prueba más palpable es que las democracias avanzadas, ni por asomo, reportan este fenómeno que tanto estorba a la sociedad, porque lleva a los gobernantes a el envanecimiento y a que crean que flotan sobre nubes. De por sí son ruiseños y haciéndoles cosquillas. ¿A dónde queremos llegar?
Pero el ritual no está completo sin la práctica de esa enfermedad que se llama declaración, en este caso las más importantes de los empresarios de alto nivel: Federico Terrazas nos dice que llegó al informe con la idea de que no escucharía la realización de grandes obras, pero que sí se ha avanzado en otros temas. Más diestro a las reglas del poder y a la obsequiosidad, Eloy Vallina nos dice que el gobernador trabaja para sacar adelante a Chihuahua, cualquier cosa que eso signifique.
En pocas palabras, estamos frente a la parafernalia de siempre: nada que vaya más allá de las reglas del ceremonial. La pluralidad se reduce a soportar a Karina Velázquez, cruzada de brazos, soñando con que enfrente estuviera su viejo jefe; y a un José Narró Robles esperando la oportunidad para, tras bambalinas, ofertar soluciones para que una revolución, sólo de las conciencias, le ponga fin al diferendo que existe con el supuesto poder de la oligarquía hacendaria, que pareciera elevarse dejando abajo la nubosidad de un presidencialismo que es el que la soporta, dígase lo que se diga, por la ausencia de federalismo en México y el llamado régimen de corrupción e impunidad.
Faltan ejes a la administración, proyectos de magnitud y peso. El combate a la corrupción es importante, sobre todo cuando deja de ser decorado.
Tráfago, sí; pero después la vida sigue pintada de grises.

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