Jesús Antonio Camarillo/
Analista
Inenarrable el dolor de los padres de las pequeñitas. Basta con leer el primer párrafo de la nota periodística de El Diario publicada ayer, suscrita por la periodista Blanca Carmona, para que la indignación se haga de nuevo presente. En ella se informa sobre la vinculación a proceso del presunto agresor, tras la declaración que las menores sobrevivientes del ataque hicieron ante la autoridad, aunado a otros elementos de prueba.
El reproche y el coraje colectivo que el caso trajo consigo no eran para menos. Duele escribir de temas como estos y todo lo que se pueda decir al respecto corre el riesgo de transitar de la frivolidad a la falta de respeto para quienes han sufrido en carne propia los embates de una de las peores manifestaciones de la vileza humana.
Corriendo ese riesgo considero que es necesario hacer un ejercicio de abstracción y separar varias cuestiones que se suelen abordar en un solo bloque. La primera de ellas es una que tiene que ver con lo que denominaré el “participante”, es decir, todos los que pertenecemos a una sociedad que tras los trágicos sucesos reprocha y enjuicia moralmente los acontecimientos. Ahí no hay vuelta de hoja y el juicio es legítimo.
Muchas personas, y en especial los que somos padres de familia, tras imaginar el sufrimiento de las pequeñas, quisiéramos hacer valer el estadío de la venganza privada o cuando menos, el de la ley del talión, el ojo por ojo y diente por diente. Y este sentimiento se acendra precisamente en sociedades como la nuestra, donde la impunidad y la inseguridad se convierten en acicates del deseo de la actualización de una difusa coercibilidad social, que de tan ambigua no tendría límites.
Ese ímpetu consistente en no solamente contener la agresión sino en hacer “justicia por la propia mano” lo puede tener cualquier ciudadano en casos abominables como los que nos ocupan. Aquí, la idea de la “racionalización del conflicto”, se suele dejar para después, irrumpiendo el uso de la fuerza y la pretensión de venganza.
En estos casos, pedirle a las víctimas y a la sociedad que “racionalicen su conflicto” es quizá demasiado tardío. Esa petición tiene que irrumpir antes y acompañada de políticas, instrumentos y mecanismos de prevención, que tienen que ver con las temáticas básicas de la seguridad y un modelo integral de crecimiento social. Si estas medidas se instrumentaran de manera adecuada, seguramente el conflicto que se pretende “racionalizar” sería menor, y nada tendría que ver con los tintes macabros que hoy nos ocupan.
Pero el punto de vista del que desea la venganza privada va siempre acompañado, cuando menos desde la irrupción del Estado Moderno, con el del que necesariamente y en cualquier circunstancia debe “racionalizar” el conflicto, porque no le queda de otra. Entre ellos, como figuras torales están los jueces y los fiscales, pero también, hoy en día, los defensores oficiales y civiles de los derechos humanos.
Las figuras de los ombudsman han adquirido, en los últimos lustros, un loable protagonismo. No estoy de acuerdo con la recurrente afirmación popular que los llama “defensores de delincuentes”. Muchos de ellos logran desempeñar una trascendente labor en un país que pese a estar plagado de reformas legales, la conculcación de los derechos humanos sigue siendo cosa de todos los días.
Y los derechos fundamentales, le pese a quien le pese, son de todos. No hay criminal, por más bestia que parezca, que no los tenga. Las críticas que se les hacen a los titulares de las comisiones de los derechos humanos en Ciudad Juárez por afirmar que la forma en que se detiene y presenta a los medios al presunto atacante de las niñas puede traer consecuencias procesales, son injustificadas. Lo que el ombudsman dice no es otra cosa que la verdad histórica. Además, su papel es velar por los derechos humanos de todos. De todos, incluidos los que, para gran parte del imaginario colectivo, podrían estar viviendo horas extras.
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