Jesús Antonio Camarillo/
Académico
Desde hace varias décadas la burocracia devora a las universidades públicas en este país. Una de los rostros de esta situación se presenta cuando los docentes, investigadores y alumnos, que deberían de constituir las partes medulares de su quehacer, son replegadas a figuras prescindibles, irrumpiendo en cambio la figura del burócrata como el sujeto estelar de la vida universitaria.
Su omnipresencia es evidente, prácticamente no hay intersticio de la vida universitaria donde no asomen la cabeza. En todos los niveles de los organigramas están presentes y así, de pronto, y muchas de las veces como resultado de faenas políticas que nada tienen que ver con el trabajo académico, y por lo tanto, sin entender lo más elemental de la vida académica, toman la batuta. Ocupando algunos de ellos puestos claves, nunca escribieron una sola cuartilla en su vida; son casi analfabetas funcionales y a lo que más llegaron, en el mejor de los casos, es a tergiversar los resultados de las doctrinas y las ciencias en sus clases. Pero ahí están, descaradamente y muy orondos, administrando el destino de sus institutos, facultades, departamentos y escuelas.
Es la universidad mexicana que se vuelve casi casi un “pueblo mágico”, con sus caciques, sus formas antidemocráticas, sus retrógrados usos y sus ancestrales costumbres. En ese entorno no faltará, además del burócrata rupestre, el “académico” servil. Ese operador merece punto y aparte. Sin el menor ápice de dignidad y convicción se suele vende al mejor postor. Va, ahora sí que para donde calientan las gordas.
Incapaz de comprometerse con un proyecto de universidad, sólo le interesa el guiño de quienes siempre ha sido marioneta. Típico académico mediocre que tiene que agarrarse permanentemente del más alto palo porque como investigador o docente se regodea en el matiz grisáceo de su propio perfil.
Nefasto como él solo y siempre pretendiendo quedar bien con los de arriba no le importa que lo traten con la punta del pie. Siempre dispuesto a bolear zapatos donde el dedo se lo indique, contamina el entorno universitario con su posición de permanente agachado, a tal grado que, en ocasiones puede volverse más peligroso que el burócrata empedernido, porque, después de todo, el servilismo es igual o más contagioso que la inercia burocrática.
Bajo ese panorama, cuando la burocracia antiacadémica y el servilismo vil, se vuelven protagonistas en las universidades, es que algo no anda del todo bien. La solución parece fácil, aunque para su consecución tendríamos que generar un cambio radical: rescatar las funciones torales de una universidad: crear, divulgar y vincular socialmente el conocimiento. Entender esas funciones como auténticas directrices. Y todo lo que estorbe a esos auténticos lineamientos, erradicarlo paulatinamente.
Para ello, hay que flexibilizar procesos y comprender que la función de los administradores de una universidad, es ésa, simplemente administrarla, no estorbar su florecimiento y expansión. Luego, privilegiar el trabajo académico, comprendiendo que el docente, el investigador y, por supuesto, los estudiantes, representan la verdadera riqueza de una universidad, no sus burócratas. En ese sentido, el papel de éste último debe ser el de un auténtico facilitador, alguien que coadyuva pero que no se entromete ni obstaculiza el sendero de la creación y la divulgación de la ciencia.
Hoy, que la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez está a punto de renovar su máximo órgano de gobierno, como lo es el Consejo Universitario, su comunidad tiene que poner mucha atención en los perfiles de los candidatos a consejeros, pues en ellos recaerá la responsabilidad de elegir al próximo rector. La pregunta es demasiado básica: ¿Queremos academia o queremos politiquería barata articulada a la vieja usanza? La respuesta es simple.
epistemek@yahoo.com