Víctor Orozco/
Escritor
El tiempo de los humanos es minúsculo, tal y como les corresponde a seres menos que microscópicos en la infinitud del cosmos. Eso que llamamos historia natural se mide en billones de años o incluso puede decirse que se carece de magnitud para cuantificarla. La nuestra, la historia, comprendiendo en ella la denominada prehistoria, se mide en miles de años. No más de veinte. En este instante fugaz condensamos la construcción del lenguaje, de la agricultura, de las religiones, del poder, del dominio, de la propiedad, de las familias, de las guerras, del arte, de la comida, del vestido, de la habitación, del pensamiento. Y nos parecen tiempos largos, larguísimos, los que contienen cada una de estas producciones humanas.
Los sismos, los huracanes, los cambios de clima, hielos, deshielos, calentamientos, meteoros, han estado allí siempre, pero hasta hace apenas una fracción de segundo es que se da cuenta de ellos. Porque antes no había nadie que los percibiera y seguramente en el futuro tampoco lo habrá, si consideramos que como todas las especies animales, la del hombre habrá de esfumarse, cuando concluya el intervalo entre los procesos naturales dentro del cual ha desplegado su vida.
Reflexionando en la evolución de la especie humana, entendemos la diversa manera como ha sido afectada por las catástrofes naturales y también la reacción frente a ellas. Si imaginamos a los pequeños grupos de hombres primitivos cazadores-recolectores en medio de un sismo, su percepción apenas se limitaría a la sensación del movimiento en el piso, quienes vivían en llanos o praderas o acaso caídas de árboles, si su hábitat eran las regiones boscosas. El temblor nada destruiría, puesto que nada se había construido. Unos milenios más tarde, una aldea de los primeros agricultores, tal vez viera caer el techo de alguna de sus chozas o su hundimiento en una grieta. Comenzaría entonces la fase “destructiva” de estos terremotos. La reacción en ambos casos, sería de asombro y temor. Se habría ya iniciado o comenzaría la creencia en seres sobrenaturales que provocaran estos acontecimientos. Pronto estarían ahí los hechiceros, estos extraños hombres que encarnaban o tenían comunicación con el infra y el supra mundo. Su reemplazo por los sacerdotes, administradores de cultos más complejos y organizados llevará siglos y nunca será completo. En tanto aumentaran los daños sufridos, se confirmaría también la idea de que la causa era el enojo de estos dioses caprichosos, a los que, como a sus semejantes los humanos, debería aplacárseles mediante ofrendas, rogativas y sacrificios.
Con el advenimiento de las civilizaciones urbanas, se incrementó por razones obvias el poder devastador de los sismos. A diferencia de las antiguas sociedades puramente agrarias, las edificaciones se levantaron con materiales más sólidos y pesados, capaces de mantenerse en pié por incontables generaciones de sus constructores. Pero, también más vulnerables a los acomodamientos repentinos e ineludibles de las placas del subsuelo. Cada uno de estos, era causante de muertes, mutilaciones, terror, sufrimientos y recuerdos imperecederos entre los habitantes, numerosos y concentrados en áreas reducidas. Lo que sí permanecía inalterable desde los primitivos, era el carácter inexplicable de los fenómenos o acontecimientos, -salvo para algún sabio aislado- y la convicción de que tenían su origen en la voluntad divina. De donde, la única manera de precaverse de sus efectos, eran, de nuevo imploraciones, ofrendas, sacrificios y castigos.
En una época tan reciente, a pesar de haber transcurrido ya doscientos sesenta y dos años, el terremoto que arrasó Lisboa y mató a decenas de miles de sus pobladores, recibió como explicación “oficial” y generalizada el escarmiento o reprimenda de Dios por los pecados cometidos. (Paradójicamente, el castigo se ensañó contra los fieles que llenaban las iglesias en el gran día de Todos los Santos y dejó casi indemnes las casuchas de los prostíbulos y a sus ocupantes -por antonomasia entre los más pecadores de todos- en otra zona alejada). Este sismo, es memorable además, porque legó entre sus herencias, primero, un prodigioso avance de los conocimientos que ayudan a explicar estos procesos, su ubicación, comportamiento, extensión y causas. Y segundo, un sacudimiento en las conciencias que fortaleció el racionalismo y la crítica a las vetustas instituciones.
Las respuestas de las sociedades, también han ido modificándose e incluso, los terremotos han sido los motivantes de nuevas actitudes y mentalidades colectivas. Si recordamos de nuevo al de Lisboa, el generalizado mito de que todo se debía a la voluntad divina, en contra de cuyos misteriosos designios nada puede hacerse, salvo pedir su clemencia con acrecentada fe, escasas fueron las acciones colectivas de autodefensa. En lugar de cadenas para levantar escombros, hubo innumerables cadenas de fervientes fieles hincados frente a los restos de las iglesias. Y muchos otros, se dispusieron a huir de la ciudad condenada por la implacable sentencia celestial, hasta que se detuvo su salida mediante el cerco militar que se le impuso, toda vez que sus brazos eran indispensables en las tareas de reconstrucción.
El sismo de 1985 en la ciudad de México, letal y devastador, dio lugar en cambio a una de las reacciones sociales más positivas y solidarias que se han conocido. Muy por encima de las acciones de la autoridad, las de la población civil rebasaron cualquier expectativa. De 1985, emergió una nueva urbe con lazos, símbolos y emblemas de cohesión social distintos. También más progresista y abierta, de tal suerte que otros espacios, como el político y el cultural, también se modificaron, cerrando el paso a las tradicionales posturas del conservadurismo, las cuales apenas han podido alzar cabeza en lo sucesivo.
La tragedia provocada por el sismo del 19 de septiembre de 2017, ha encontrado una respuesta similar a la de hace justo 32 años. Escucho a los voceros de la UNAM decir a los miles de estudiantes quienes caminan al estadio olímpico donde se coordinan las brigadas de apoyo que por favor se esperen, porque ya no hay espacio ni capacidades para organizar a tanto. O a un carpintero que viajó desde Celaya y se metió en uno de lo edificios colapsados narrando con modestia que sólo aprovechó sus habilidades para hacer cortes con las sierras caladoras para sacar a dos personas de los escombros. O a los miles de hombres y mujeres formando las cadenas humanas para levantar y trasladar los pedazos de concreto armado tratando de rescatar sobrevivientes bajo las montañas de escombros o recuperar los cadáveres. Me admira observar a los centros de acopio instalados en cientos de ciudades y pueblos del país. Me emociona escuchar el himno nacional en boca de los grupos de rescatistas cuando encuentran a alguien con vida.
Veo así como las tragedias colectivas son ambivalentes. Acompañan a veces, el sufrimiento y las adversidades, con la emergencia de los grandes sentimientos de altruismo y solidaridad. Ha ocurrido en las guerras y también en medio de los desastres causados por fenómenos naturales. Cuando esto sucede, parece que las sociedades sacan a la luz sus reservas morales y muestran el porqué la vida, tan efímera y frágil, vale la pena de ser vivida.
Retomando la cavilación inicial, pienso como, durante esta su breve estancia en el planeta Tierra, la raza humana ha de armonizar su existencia con la naturaleza. Nunca podrá conocerla a cabalidad, ni tampoco regresar a las épocas de su propia infancia en las cuales paradójicamente era menos vulnerable a los grandes movimientos de aquella. Pero, al menos puede aprovechar lo que ya sabe para disminuir sus perniciosos cultos al progreso, a deidades iracundas, a la despiadada competencia entre sus integrantes. Y, apostarle a la solidaridad y a la colaboración. Esto, claro, es una utopía, que de realizarse antes de la extinción del ser humano, puede hacerle más fructífero y placentero su tránsito por este punto del universo.
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