Pascal Beltrán del Río/
Analista
El sur de México vive aún la emergencia que produjo el terremoto de la semana pasada.
Centenares de comunidades de Oaxaca y Chiapas están semidestruidas o colapsaron por completo. Son alrededor de 2.3 millones los afectados. Miles están sin casa, durmiendo en las calles.
Y pese a la gravedad de la situación, ésta no llega a los niveles de la tragedia que, por otras razones, padece un pueblo entero, al otro lado del mundo.
Los rohinyá son un grupo étnico musulmán que habita en el occidente de Myanmar, la antigua Birmania. Practicantes del islam, sus ancestros se asentaron ahí probablemente en el siglo VII.
Sin embargo, las autoridades del país asiático los consideran inmigrantes extranjeros. No tienen derecho a la nacionalidad birmana, por lo que, en los hechos, son un pueblo sin patria.
Pero no es el único derecho negado en Myanmar a esta minoría étnica, lingüística y religiosa. El gobierno del estado costero de Rajine, donde viven, no reconoce sus matrimonios y les prohíbe tener más de dos hijos, así como viajar.
Desde que Myanmar se independizó en 1948, los rohinyá han sido sistemáticamente reprimidos, especialmente durante los sucesivos regímenes militares entre 1963 y 2011. Y esa situación no ha cambiado ni siquiera durante la transición a la democracia que actualmente vive el país.
En 2012 se desató una ola de violencia contra ellos, aparentemente orquestada por la mayoría budista, que provocó un centenar de muertos. Cientos de casas de la minoría musulmana fueron quemadas y unas 100 mil personas debieron huir.
Los ataques contra los cerca de un millón de rohinyá han continuado desde entonces. Los prejuicios y el resentimiento creados a lo largo de la dictadura militar han ocasionado una segregación física, pero sobre todo mental, que ha sido condenada por diversas organizaciones internacionales.
Las actividades de grupos terroristas como el Estado Islámico han servido para estigmatizar aún más a esta minoría, cuyos miembros están entre las personas más pobres del planeta.
La más reciente ola de violencia contra los rohinyá comenzó hace menos de un mes luego de una serie de enfrentamientos entre milicianos rohinyá y fuerzas de seguridad de Myanmar. Los ataques han provocado ya el desplazamiento de más de 300 mil personas, que han tenido que cruzar la frontera con Bangladesh para buscar refugio en ese país.
Las escenas de ese éxodo han dado la vuelta al mundo. Ancianos, mujeres y niños avanzando entre el lodo o con el agua al cuello. Todo esto, en medio de una de las más severas temporadas monzónicas de que se tenga memoria en el sur de Asia.
La ONU calcula que 20 mil personas al día están saliendo de Myanmar, donde unas 10 mil casas han sido incendiadas.
El lunes pasado, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, el jordano Zeid Raad Al Husein, denunció ante el Consejo de Derechos Humanos de la organización que Myanmar está llevando a cabo una “limpieza étnica de manual” contra la minoría rohinyá.
Sin embargo, pocos parecen estar escuchando. El gobierno de China ha expresado su apoyo al país vecino por “preservar la estabilidad”.
Incluso la birmana Aung San Suu Kyi, premio Nobel de la Paz y activista por la democracia, ha evitado pronunciarse sobre el tema. Líder de facto del país, ella ocupa hoy un cargo en el gobierno de su amigo el presidente Htin Kyaw (por un impedimento legal, no puede ser presidenta, aunque su partido ganó la mayoría en las elecciones de 2015).
Eso ha valido duras críticas a la exdisidente, quien pasó 15 años en prisión domiciliaria, entre ellas la del Dalai Lama. En días recientes se lanzó una petición para retirarle el Nobel, que ganó en 1991, aunque el comité noruego que gestiona el otorgamiento del galardón aclaró que eso no era posible.
Ayer, Aung San Suu Kyi canceló su participación en la Asamblea General de la ONU, donde debía hablar el miércoles 20. El año pasado, en el mismo foro, defendió los esfuerzos de su gobierno por resolver la crisis de la minoría musulmana.
Mientras tanto, centenares de miles de rohinyá languidecen en campos de refugiados en el sureste de Bangladesh, un país de por sí pobre. Se trata de una crisis humanitaria a la que el mundo, incluyendo México, ha puesto poca atención.