Francisco Ortiz Bello/
Analista
Esta semana que hoy concluye ha sido pródiga, desafortunadamente, en hechos lamentables y poco deseados por los juarenses. Desde el entorno internacional, con los juegos amenazantemente bélicos entre Estados Unidos y Norcorea, pasando por el fuerte sismo que azotó la parte centro-sur del país, estremeciendo no solo edificios sino la tranquilidad de miles de mexicanos, hasta las brutales ejecuciones de agentes ministeriales y el intento de incendio de un conocido restaurante de la localidad.
Hechos, éstos últimos, que traen a nuestra memoria los momentos de drama e inseguridad que vivimos de 2008 a 2012, y que nos pusieron de lleno en el top-ten de las ciudades más violentas del mundo en términos absolutos, época negra de la ciudad en la que la vida y actividad terminaban desde las 6 de la tarde, convirtiendo nuestras calles en un moderno pueblo fantasma.
Días aciagos en los que, la policía municipal, constantemente recibía amenazas de muerte a través de su propia frecuencia de radio, y en los que las ceremonias o celebraciones públicas por fechas conmemorativas, tenían que celebrarse en la vergonzosa incapacidad de funcionarios y gobernantes, como cuando Reyes Ferriz tuvo que dar el grito de independencia totalmente rodeado de militares, y ante una explanada de la presidencia completamente vacía.
Por todo eso, la sola posibilidad de que regrese la violencia y la delincuencia a nuestra ciudad como entonces, nos pone la piel de gallina y dispara todas las alertas posibles.
Nadie quiere que las calles de nuestra ciudad vuelvan a ser escenario de cruentas batallas entre grupos del crimen organizado. Nadie quiere que los negocios tengan que volver a pagar “derecho de piso” para poder operar. Nadie quiere tener que negociar el rescate de un ser querido que fue secuestrado. Nadie quiere sufrir un “car-jacking” violento a plena luz del día y en las calles más transitadas de la ciudad. Nadie quiere nada de eso, sin embargo, parece que hemos olvidado que puede ocurrir, como ya ha estado ocurriendo de nuevo.
Ni autoridades ni sociedad parecemos tener claro, bien claro, el negro panorama de criminalidad y violencia que se avizora para nuestra ciudad, y por consecuencia para los que aquí vivimos, si persistimos en esa indolencia ofensiva y permisiva, que a veces raya en complicidad.
Por el lado de la autoridad, nos encontramos a merced de las mezquinas pugnas político-electorales entre el gobierno del estado y el gobierno estatal, desde las que los grupos delincuenciales han encontrado el terreno fértil para actuar con toda libertad o, al menos, sin encontrar la reacción vigorosa y oportuna de un Estado celoso de su deber.
Por su parte, las fuerzas de seguridad federales, si bien con una importante presencia en la ciudad, también actuando por su lado sin atinar a coordinarse con ninguna de las autoridades locales, debido a esta mezquina pugna que señalamos en el párrafo anterior.
En contraste, una corporación policiaca municipal que por más esfuerzos que hace por contrarrestar los embates de la delincuencia, se ve ampliamente rebasada en número y armamento, por lo que esos esfuerzos lucen insuficientes y aún con buenos resultados en la estadística particular de esa dependencia, pareciera que o no existen o están francamente coludidos con el crimen organizado.
Si a estas particularidades le sumamos los efectos de la llamada “puerta giratoria”, que no es otra cosa que la facilidad que tienen los delincuentes, desde la propia Ley y sus mecanismos de acción “modernos y progresivos”, para obtener su libertad casi de manera inmediata a su detención y consignación, el escenario que nos queda es completamente desolador y desesperanzador.
En una nota publicada ayer jueves en este rotativo, un comerciante del sector donde dos agentes ministeriales fueron emboscados por sicarios que les dispararon desde una pickup en movimiento, en la colonia La Cuesta, se lamentaba diciendo que “Uno ni la debe ni la teme, pero nos pueden tocar los balazos en cualquier parte”, frase que encierra todo el drama de la desesperanza que vivimos los juarenses.
En forma por demás extraña e inexplicable, la madrugada del viernes, un grupo de hombres intentó incendiar conocido restaurante del corredor de la Tomás Fernández, las circunstancias que envuelven este caso hacen pensar de nuevo, obligadamente, en la extorsión como el móvil de nuevos ataques a establecimientos y negocios de diversos giros.
Días antes, un comando armado e integrado por 8 sicarios, literalmente cazó a un jefe de escoltas de la policía ministerial, al salir de su domicilio por la mañana en la colonia Loma Linda al poniente de esta frontera. Pero lo virulento del ataque deja más de una pregunta qué hacer. Más de 100 casquillos de balas de alto poder, fueron identificadas y recogidas del lugar de los hechos. Si, ¡¡100 disparos!!
A menos de 24 horas de este primer ataque, una pareja de agentes ministeriales fue acribillada, literalmente cosidos a balazos, mientras consumían alimentos en un puesto de comida de la colonia La Cuesta, aunque afortunadamente en este caso aún no se reporta ningún fallecimiento, sí hubo civiles lesionados.
En caso por separado, la madrugada del jueves, un agente de tránsito fue baleado por tratar de detener a un conductor presuntamente ebrio, que así intentó evitar el arresto.
Bastantes hechos preocupantes. Bastantes síntomas de esa enfermedad llamada violencia. Bastantes muestras de que nuestra sociedad está enferma.
Sin duda alguna, un trabajo indiscutiblemente para la autoridad, que exige que los diferentes niveles de gobierno se coordinen efectivamente, dejando de lado cualquier otro interés ajeno al de la seguridad para la comunidad, olvidándose por completo de sus cuestionables intereses partidistas, para trabajar en beneficio de la sociedad y no de sus grupos de poder.
Pero también debo señalar que, obligadamente, la sociedad no es ajena a esta responsabilidad. Como ciudadanos, como habitantes de esta frontera, también tenemos un nivel de responsabilidad muy claro y evidente en todo esto.
El clima de violencia que se genera a partir de las acciones hostiles de grupos del crimen organizado, o de la delincuencia ordinaria, no es más que resultado de una alta permisividad social a conductas que lesionan los derechos de las personas.
Conductas antisociales que, en la mayoría de los casos, comienzan desde el mismo hogar, cuando los padres o jefes de familia dejan sin sanción pequeñas faltas de los hijos, so pretexto de no violentar sus derechos. Una falta o conducta antisocial que se queda sin sanción alguna, es el mejor estímulo para que quien la comete persista en el camino de violar las normas o reglas, hasta llegar a la franca comisión de delitos.
Pudiera parecer una exageración, pero no lo es. Si usted o yo, permitimos que alguno de nuestros hijos altere la correcta armonía y convivencia familiar, sin que por ello sea reconvenido o incluso castigado, ese niño o adolescente aprenderá que no existen límites, y que puede atropellar a otros sin que por ello deba pagar.
Casos como el de los jóvenes que golpearon a otro en el Silver Fox, son claro ejemplo de esta descomposición social a partir del relajamiento de normas y valores en el núcleo familiar, pero que luego desencadenan en verdaderos delitos que atentan contra la paz social.
Muchos de nosotros crecimos en medio de una férrea disciplina familiar, en donde la figura del jefe de familia no solo era digna de respeto, sino también de reconocimiento y admiración. Y esa estructura familiar aseguró, por decenas de años, centenas diría yo, una sociedad mejor preparada para enfrentar los embates de la delincuencia y la criminalidad.
O volvemos a esquemas sociales en donde prevalezcan valores como la honestidad, la disciplina, el respeto a la ley y a la autoridad, así como el reconocimiento y respeto a los derechos de los otros, o seguiremos cavando la tumba de una estructura social caduca en la que se privilegian supuestos “derechos humanos de cuarta generación” pero en la que, paradójicamente, se resuelven diferencias como los trogloditas de las cavernas: a garrotazos y solo privilegiando la fuerza bruta. La Ley de la selva pues.
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