Opinion

Pensar en Venezuela

Víctor Orozco/
Analista

2017-08-12

¿Hay en Venezuela una revolución?. Me parece pertinente plantear esta interrogante, porque de su respuesta depende en gran medida el análisis de los procesos que allí ocurren. Todas las revoluciones, sean de las llamadas democrático-burguesas como de las consideradas proletarias o populares, han desembocado en la sustitución de los antiguos órdenes que derrocaron.
Una vez desaparecidas las viejas instituciones, (monarquía, privilegios de sangre o de clase, etc), contra estas revoluciones no se puede enderezar la crítica del irrespeto por las reglas, cualquiera que éstas hayan sido, para construir la nueva sociedad. Porque en una gran medida representaban justamente la negación de esos ordenamientos. Constituyeron un asalto al poder por parte de los elementos disconformes, quienes luego estructuraron el nuevo Estado.
Si en Venezuela estamos en presencia de un cambio revolucionario y esta mutación se afianza, consolida o legitima en el curso del tiempo, nada valdrá afirmar que se produjo sin contar con la voluntad mayoritaria de la nación. Así sucedió en Estados Unidos con las transformaciones comenzadas en 1776, en Francia en 1789, en México en 1856-57 y  1910, en Rusia en 1917, en China desde los años veintes hasta 1949, en Cuba en 1959. Las revoluciones se explican y se justifican por una sola causa: la fuerza histórica de sus principios y el éxito en su implantación. Con el tiempo, deberán agregar las consultas a los gobernados, so pena de convertirse en enemigas de las aspiraciones libertarias, que alguna vez las animaron. No hay recetas, sobre cuando y cómo estas revoluciones deben abrir paso a la democracia. Sí se sabe, que de no hacerlo, tienden a ser barridas del mapa.
Considero que en Venezuela no se produjo en 1999 una revolución. Ni en las ya casi dos décadas transcurridas desde entonces. Hubo sí, una alteración en la correlación de fuerzas internas. Los viejos partidos incapaces de representar algo diferente a los intereses de los grupos dominantes, fueron cogidos de sorpresa por un proyecto fresco, popular, pródigo en exaltaciones patrióticas y adulador de las masas, encabezado por un militar protagonista de dos conatos de golpes de estado. Triunfó en las elecciones y proclamó como su objetivo construir un nuevo régimen al cual llamó socialismo del siglo XXI. Lo hizo apoyándose en un sector creciente de las fuerzas armadas, en los pobladores más pobres de las ciudades, en un grupo decreciente de las clases medias, en otro de los campesinos y en la organización de su propio partido. Las bases sociales y políticas, eran poderosas y bien ubicadas. Los enemigos, también estaban claramente situados: la vieja oligarquía cuyos miembros se repartieron el poder y la riqueza desde siempre, el imperialismo norteamericano aliado con éstas. Al cabo de pocos años, una gruesa porción de las clases medias también se colocó en contra. Igual lo hicieron organizaciones políticas de origen izquierdista.
Con múltiples vicisitudes, Hugo Chávez se mantuvo en el poder, pero éste comenzó a declinar cuando ocurrió una mutación de los mercados internacionales. La revolución bolivariana, o no tuvo tiempo o no pudo o no quiso cambiar el modelo productivo al cual se han aferrado los gobiernos venezolanos desde hace un siglo. Es un esquema muy simple y todavía más cómodo: vivir de la renta petrolera.
Los oligarcas engordaron al máximo los bolsillos junto con sus aliados imperialistas y se dispusieron a continuar indefinidamente con el despilfarro.  Chávez, en cambio, modificó el reparto de esos increíbles ingresos. Nadando en dólares, durante su administración se construyeron cientos de miles de habitaciones, los combustibles siguieron siendo casi gratuitos, se elevaron salarios, se subsidiaron todos los servicios públicos. Pero, estas políticas estaban colgadas de los altísimos precios del petróleo, que bajaron en un año de 100 dólares el barril a 30. Nada o muy poco se hizo para diversificar el aparato productivo, de tal suerte que apenas comenzó a detenerse el flujo de dinero, también empezaron las carencias y la inflación. Las primeras fueron comprendiendo cada vez un mayor número de bienes de consumo y la segunda alcanzó cifras apenas comparables con las sufridas en las posguerras por los países ocupados.
Muchos de los electores en los barrios y en los pueblos desertaron de un proyecto capaz de exaltar el patriotismo con bellas alegorías, pero inútil para poner suficiente comida en la mesa o la indispensable medicina en los hospitales. Por eso el gobierno perdió las últimas elecciones en las cuales hubo competencia, en diciembre de 2015. A la vez, se articulaban nuevos opositores como el movimiento estudiantil y los viejos intereses oligárquicos volvieron por sus fueros. La guerra política se trasladó a las calles, disputadas palmo a palmo. Finalmente, el primero movió una nueva pieza del ajedrez convocando a la Asamblea Constituyente, anulando a la Asamblea Nacional, a la Fiscalía y reinstalando un régimen de plenos poderes, sin controles constitucionales.
Esto aconteció en el interior. En el ámbito externo, como era de esperarse, se produjo una reacción del gobierno norteamericano y de otros quince latinoamericanos orientados hacia el centro o la derecha del espectro político. El primero ha elevado la tensión amenazando con una intervención militar, muy improbable si el gobierno de Maduro logra equilibrar la embestida con los vínculos tan cultivados en Rusia y en China. Por cierto, del desarrollo económico en esta última depende en buena parte la sobrevivencia del gobierno de Maduro: si regresa su altísima demanda de energéticos como en los tiempos de auge, retornarán los dólares a Venezuela. Si no es así, los chavistas tienen el tiempo contado.
La confrontación venezolana ha dado lugar a un debate crucial entre las izquierdas.  Las diversas corrientes comparten el repudio a la intervención del gobierno norteamericano a favor de las trasnacionales que ambicionan apropiarse de los recursos naturales del país. También condenan la actitud de gobiernos latinoamericanos plegados a los dictados de Washington. Pero hasta allí las coincidencias.
La crítica al chavismo y a Maduro, viene de muchos campos. De su total incapacidad para generar una economía sostenible y viable como dice Noam Chomsky, quien primero apoyó y luego se deslindó. De la incesante acción del gobierno para hacerse de poderes absolutos, bloqueando y negando un referéndum, conformando una asamblea constituyente de un solo color, eliminando la independencia de la Fiscalía, subordinando a los órganos electorales. Contra todo esto han pugnado las izquierdas. ¿Por qué sí concedérselo al gobierno de Maduro?. ¿Por su extrema retórica antimperialista y patriota?. No se me olvida la gran frustración con la “revolución sandinista” de hace cinco lustros y que tanto defendimos. Su conclusión fue un régimen corrupto, tan capitalista y depredador como el previo, fusionado con la jerarquía católica para violentar derechos de las minorías y de las mujeres. Eso sí, sus voceros eternizados en los puestos públicos, siguen siendo “antimperialistas”, de los dientes para afuera.
¿Qué salidas se ofrecen a la crisis venezolana?. La peor sería un baño de sangre provocado por una guerra civil con intervención extranjera. La mejor, un pacto democrático para convocar a una consulta popular, con participación de todos los actores políticos.

vorozco11@gmail.com

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