Opinion

Estampas japonesas

Víctor Orozco/
Escritor

2017-07-15

Shirakawa-go, Japón– Viajar a Shirakawa-go un minúsculo pueblo japonés, ubicado cerca de la ciudad de Takayama, significa adentrarse en un pasado mucho más remoto que la edad de las casas albergadas por la aldea, de unos 250 años. Es como si por unas horas pudiésemos convivir con los hombres de hace un milenio. Estos pobladores encontraron en el pequeño valle marcado por el río formado por los deshielos de las altas montañas circundantes, la ubicación perfecta para sobrellevar los duros inviernos, irrigar los campos para cosechar el arroz y destilar el sake. Las edificaciones servían para habitación, criaderos de gusanos de seda, almacenes de granos, entre sus múltiples usos. Se construían con una estructura de troncos, amarrados con sogas o cuerdas tejidas allí mismo y colocadas en forma de una V invertida, con sus lados en ángulo muy agudo. Sobre la cimbra, se fijaba una gruesa capa de paja de arroz, de unos 40 centímetros de espesor. A esto se le llamaba el estilo gassho-zukuri, que significa algo así como manos en oración, por el parecido con la posición de plegaria. Alzar estas edificaciones sin la cooperación colectiva era imposible. Cada una de ellas obedece al empleo masivo e intenso de fuerza de trabajo común, en una época que desconocía el sistema de trabajo asalariado.
Han sido conservadas tal cual y algunas se han convertido en museos muy especiales, pues ni el museógrafo, ni el curador, ni el espectador han tenido o tienen que recrear nada, pues todos los objetos son originales y están en sus lugares originales.
Otro privilegio de este micro ambiente , es la abundancia de agua, que fluye por angostos canales en torno a las casas y a los campos inundados de arroz.  En algunos tramos colocan una simple reja y "siembran" carpas, pez capaz de adaptarse a fríos extremos, propios de la zona. El resultado del conjunto es una pieza viviente del pretérito lejano, conservada gracias a la voluntad de la comunidad y para el Japón a su geografía muy apartada de las zonas densamente pobladas, escenarios de guerras civiles y sobre todo de la devastación provocada los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial.

Los ríos japoneses
Fotografié de cerca y de lejos varios ríos, grandes y pequeños. En Kyoto, en Arosiyama, en Takayama, en Tokyo, en Shirakawa, entre otros. En algunos casos los enfoqué tan cerca, que pude recrearme la vista con sus aguas cristalinas, a cuyo trasluz se identifica el color de las piedras en el fondo. En ninguna corriente miré alguna pizca de basura, una bolsa de hule, un bote de aluminio, la espuma delatora de los residuos químicos. Igual limpieza advertí en las calles de pueblos y ciudades, no obstante la escasez de botes de basura. Cada quien lleva sus desperdicios en alguna bolsa hasta encontrar un recipiente donde arrojarlos. Me inquieta una pregunta de gran calado: ¿Se debe esta conservación del medio ambiente a la cultura de la sociedad o a la eficacia de medidas y reglamentos oficiales? Presumo que a lo primero. Son los interesados directos quienes han asumido a plenitud la necesidad de preservar el entorno natural y mantener limpio su hábitat.

Obesos y esbeltos
Vivir, aunque sea por muy poco tiempo las rutinas colectivas de la población japonesa, permite, si se observa con atención captar detalles que a sus nacionales pasan inadvertidos. Uno de ellos es la complexión de casi la totalidad de los hombres y mujeres que se desplazan a diario por trenes y calles de las grandes ciudades. Son personas distinguidas por su esbeltez. Encontrar a alguien obeso, es igual a toparse con un garbanzo de libra. Existen explicaciones científicas, estadísticas a granel que pueden consultarse en unos minutos. Una consecuencia inmediata de este hecho, es que en el Japón la diabetes es la causa de sólo el 1 por ciento de las muertes, mientras en México, la cifra ronda el 14. Mi  observación directa me dice lo siguiente: los japoneses comen poco, si comparamos sus porciones con los estándares mexicanos. Usan unos platos cuadrados o rectangulares divididos en pequeños compartimentos, en los cuales caben reducidas cantidades de alimentos, generalmente verduras, arroz, carnes magras y pescados o mariscos.
Y, hacen mucho ejercicio. En Tokio es menor el uso de la bicicleta, pero en otras ciudades como Kyoto su utilización es masiva, donde circulan por un lado de las anchas banquetas y no por el arroyo vehicular. A un observador mexicano es imposible que no le provoque asombro mirar a una anciana esperando en su bicicleta el cambio de semáforo, o a la joven madre que carga en la canastilla a un pequeño y conversa con otro hijo de siete u ocho años que viene atrás en su propia bici. Y, no son conductoras aisladas, sino forman parte de las oleadas de ciclistas pedaleando a lo largo de las anchas avenidas o en las callejuelas laterales. Van vestidos de todas maneras según el oficio. Algunos con el traje del ejecutivo o profesionista, el pantalón tosco del obrero, las variadas faldas y pantalones de la moda femenina, etc.
Diría que la diferencia más notoria y lamentable observada entre la población mexicana y la japonesa, no estriba en el lenguaje, la religión, el trato, los rasgos étnicos, sino en su constitución física: muchos gordos acá, todos flacos allá.

La soledad de las grandes urbes
Tokyo sufre la enfermedad de la época. En sus trenes se miran a miles, decenas de miles de personas aisladas y apresuradas. En las escaleras eléctricas debe uno formarse en la fila de la izquierda si no va a subir al ritmo del artefacto o en la derecha si quiere ascender a trancos, lo mismo sucede en las bandas transportadoras. La gente tiene prisa por llegar. Luego, quienes van sentados y bastantes de los que van de pie, invariablemente están clavados en sus celulares. Nadie habla con el vecino. Son multitudes silenciosas compuestas de células separadas.  Han sido apartadas e incomunicadas por la  tecnología de las comunicaciones, una casi incomprensible contradicción y por los horarios. La comunidad se ha roto, paradójicamente cuando existen maneras de enlazar a sus miembros desde cualquier distancia, mirar sus caras, oír su voz. Veo a los pasajeros absortos en sus aparatos y me pregunto: ¿Que sucedería si este joven le hablara al anciano de enseguida y le preguntara algo, cualquier cosa o le sacara plática a la hermosa mujer que tiene al lado?. ¿Y si esta conversación se generalizara?. ¿No se restablecerían los placenteros y productivos vínculos de las generaciones anteriores?. ¿No se reconstruiría el sentido perdido de la comunidad? ¿No habría ciudadanos más informados y comprometidos?. Antaño, grandes autores escribieron libros y novelas de viajes en los cuales construían personajes o daban testimonio de individuos,  a partir de las relaciones entabladas en los trenes, barcos o autobuses. Hoy, es casi imposible que alguien escriba algo así, a menos que lo derive de la ficción absoluta y contraria a la realidad. Porque los diálogos, el conocimiento, lo encuentros de paisanos, parientes y la formación de amistades o lazos amorosos, han desaparecido de esos entornos. Y la capital de los japoneses, está invadida por esta sombra que nos ha hecho menos humanos en casi todo el mundo.

asertodechihuahua@yahoo.com.mx

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