Cecilia Ester Castañeda/
Escritora
El miedo es la respuesta lógica ante el repunte registrado en los últimos días de víctimas fatales de la delincuencia en Ciudad Juárez y otras partes del estado de Chihuahua. La forma como respondamos ante él, sin embargo, puede limitar nuestra calidad de vida o convertirnos en una comunidad más fuerte, unida y resiliente.
Ser víctimas del pánico, aislarnos, huir, adoptar posturas agresivas, abusar, desensibilizarnos, volvernos apáticos. Son posibilidades muy reales que probablemente todos los juarenses hemos conocido ante el sube y baja emocional que ha constituido la situación prevaleciente en los últimos 10 años.
Y en los primeros seis meses del 2017 las estadísticas sobre homicidios volvieron a dispararse —casi al doble respecto al primer semestre del año pasado, según datos de la Unidad de Información de la Fiscalía General del Estado reportadas por El Diario—. Como durante las peores rachas de la ola de inseguridad, nuevamente ha habido ejecuciones en la vía pública, muertes de policías, víctimas fatales de asaltos… el peligro latente de que cualquier ciudadano pueda ser alcanzado por un delito que ponga en peligro su integridad física.
Es posible, lo sabemos ya, sobrevivir en estas circunstancias. Los hechos violentos presuntamente ocasionados sobre todo por la delincuencia organizada tienden a aumentar o disminuir de acuerdo con las disputas de los grupos criminales. Pero puesto que Ciudad Juárez continúa siendo codiciada plaza para el trasiego de estupefacientes y no existe una respuesta sencilla —muchas veces ni voluntad política, dirán algunos— a la hora de combatir la inseguridad, nos conviene estar preparados para resistir los embates recurrentes de condiciones de zozobra. Después de todo, al parecer la violencia se ha establecido como un elemento tan característico de nuestra cultura como la tecnología o el calentamiento global.
Permanecer en calma. Tomar precauciones, prevenir, contribuir a un entorno de legalidad, cooperar, respaldar. Llevar una vida lo más normal posible. Sentirnos parte importante de una comunidad en cambio constante. Sabernos capaces de afrontar el reto. Mantener la fe en la humanidad al tiempo de transmitir optimismo a nuestros hijos y conservar el corazón abierto. Ver oportunidades en medio de la crisis. ¿Cómo se logra eso en momentos como éste?
No pretendo conocer la respuesta infalible. Creo, en cambio, que la presencia intermitente de situaciones de inseguridad refuerza de manera más intensa la sensación de miedo que empezaba a ceder en algunos juarenses y desconcierta a otros. Más allá de los operativos gubernamentales, es momento de recurrir a herramientas de defensa de nuestra paz mental.
Una muy sencilla es la asociación. Como especie, vivimos en grupo. Mantener el contacto con otros seres humanos no sólo es fuente natural de protección, sino que representa un antídoto para la ansiedad. De niños el contacto físico y la cercanía de otros contribuyen al desarrollo del autoestima y la confianza. De adultos, siguen proporcionando compañía, tranquilidad, apoyo, desahogo y ejemplo.
Una simple palmada libera oxitocina, la hormona relacionada con la reducción del miedo a otras personas. Y la sensación de bienestar del contacto humano no es sólo emocional. Cada vez que nos relacionamos con los demás reforzamos nuestro sistema inmunológico produciendo dopamina y serotonina.
Por ello, una persona sociable se carga de energía mediante la convivencia. Tener amigos se asocia con una vida más prolongada, ayuda a sobrevivir enfermedades, reduce el estrés y hace los problemas menos abrumadores, dicen numerosos estudios. Ya sea con familiares o con amigos, cultivar relaciones estrechas es algo al alcance de todos que permite contrarrestar las inquietudes propias de la época actual. Nos conviene recordarlo.
Esto también funciona a nivel colectivo. Es la razón por la cual durante los años más álgidos de la violencia en la ciudad se incrementó la cantidad de organizaciones civiles. Hoy en día, según el informe Así Estamos Juárez 2017 el 15.5 por ciento de los juarenses —menos que un año antes—pertenecen a alguna organización, reportando de tipo religioso más de la mitad (50.4%) de esa cifra. ¿Cómo influye dicha participación en su bienestar emocional?
El contacto directo con otras personas con quienes tenemos algún interés en común brinda sentido de pertenencia, fomenta la solidaridad y facilita la capacidad de adaptación. Se trata de herramientas útiles en todo momento, pero determinantes durante las crisis colectivas.
Los asistentes regulares —aun los más tímidos— a actividades grupales forman eventualmente una especie de familia. Si en los eventos recreativos se percibe el beneficio de convivir, cuando las organizaciones trabajan por el bien común se ayuda a evitar la desesperanza al ofrecer contacto con acciones positivas, mientras que la oportunidad de tener impacto sirve de antídoto ante la impotencia pues brinda la sensación de control sobre el entorno y permite desarrollar aptitudes nuevas o desconocidas. Todo eso contribuye a dar sentido a la vida.
En particular, las asociaciones religiosas tienen el potencial de sumar los beneficios de las organizaciones interpersonales y la espiritualidad. Los vínculos horizontales —entre la congregación— y verticales —con una trascendencia superior— constituyen una fuente mayor de la capacidad de resistir o recuperarse llamada “resiliencia”, dice la socióloga Margarita A. Mooney en “Desastre, religión y resiliencia”, publicado en el blog “The Immanent Frame”.
La espiritualidad —no necesariamente a través de las iglesias— ofrece la certeza de no encontrarnos solos y la disposición a aceptar respuestas desapercibidas en el contexto inmediato. También cambia la perspectiva al abandonar el enfoque egocentrista típico de la sociedad moderna.
Los rituales religiosos como la oración y la confesión permiten, a su vez, apreciar de manera más clara las tribulaciones al ponerlas en palabras, quitándonos literalmente también un peso de encima creyendo en la intervención de un poder sagrado. Entonces liberar la mente la vuelve más receptiva a las soluciones.
La religión ayuda asimismo a aceptar las pruebas de la vida. Mooney explica que genera “autoeficacia”, la creencia en los resultados positivos de la perseverancia en tiempos de adversidad, pues los esfuerzos se concentran en la creación de un mundo mejor que se imagina posible. La fe se transforma en acción, la acción en poder.
Recientemente, el Wall Street Journal informó sobre un estudio efectuado en el 2013 por antropólogos de la Universidad de Alabama entre inmigrantes mexicanos creyentes en la Virgen de Guadalupe, determinando que su religión les servía de paliativo ante las tensiones de la vida en un país nuevo. Los científicos descubrieron una relación directa entre el número de las creencias y prácticas —denominado “consonancia cultural”— y la resiliencia al estrés por parte de los inmigrantes midiendo su bienestar físico y social así como recurriendo a escalas sobre los factores estresantes de la migración, la cantidad de creencias y prácticas guadalupanas adoptadas.
Si en la calidad de vida de un reducido grupo de inmigrantes se aprecian los efectos benéficos de participar en una organización. ¿Se imagina usted el poder del contacto regular a través de grupos afines en una ciudad de características como Juárez? Formal o informalmente, esa convivencia nos hace más fuertes. Es hora de desarrollarla.
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