Opinion

La tarea de gobernar

Francisco Ortiz Bello

2017-06-24

Gobernar una ciudad, un estado o un país no representa sólo el oropel de la fama, el poder, el dinero y el reconocimiento público o social, que son la parte más visible en quienes desempeñan esos cargos. Hay quienes creen que es lo único que debe hacer un gobernante. Posar para las fotos, salir en entrevistas, presidir actos y eventos de relumbrón, ser invitado especial en otras ciudades o países y gastar a manos llenas los recursos que, más bien, debe administrar.
Mejor dicho, para tener derecho a todas esas canonjías y privilegios, el gobernante debe cumplir, primero, escrupulosamente con la tarea de gobernar y esa, esa es la parte más complicada y poco realizada por quienes detentan el poder en nuestro país.
De inicio, permítame decirle que detentar algún grado de autoridad, gobernar pues, no significa de ninguna manera que los que lo hacen, sean seres superiores a los gobernados de ninguna manera, y ese es el primer gran mito a destruir en esa concepción de la relación gobernante-gobernado.
Quienes gobiernan son seres humanos iguales a cualquier otro, con las mismas características físicas, biológicas, emocionales, humanas y de capacidades, pero también iguales en derechos.
Por tanto, un presidente municipal, un gobernador o un presidente de la República, no son más que cualquier otro ciudadano, no son superiores, por más que los costosos aparatos de seguridad y servicios personales que los rodean, hagan parecer lo contrario.
Las imágenes repetidas hasta el cansancio a través de los medios de comunicación, de servidores públicos rodeados de guaruras, secretarios (privados y particulares), asistentes para todo y aduladores sin fin, es la responsable de que la gente piense que existe cierto toque de superioridad, casi divino, en esos personajes. Pero no es así.
Toda esa costosísima parafernalia que rodea a los servidores públicos que gobiernan nuestro país, en realidad es, o debería ser, el conjunto de herramientas y servicios que les permitan realizar adecuadamente su trabajo, y no convertirse en plataforma de distanciamiento con la sociedad, y menos aún, en elemento diferenciador de una pretendida calidad superior de ciudadano. Nada más alejado de la realidad que eso.
De ninguna manera pretendo, en este breve espacio, presentar todo un tratado sobre administración pública, sería inconsecuente y poco serio de mi parte, ya que se trata de un tema muy extenso y complejo, tanto, que para ello hay carreras universitarias completas en las que, mediante programas académicos de cuatro o cinco años, adiestran a quienes pretenden ser administradores públicos o dedicarse a la ciencia política. Por eso sería imposible que en cinco cuartillas pudiera abordar adecuadamente el tema, pero lo conocemos bien y podemos ofrecerle lo más básico del mismo en estas líneas.
¿Qué es gobernar? El ejemplo más simple que se me ocurre para hacer esto mucho más sencillo, es el gobierno de una casa, de un hogar. En una casa se administran recursos, se administran personas, se administran tiempos, se administran proyectos, pero, lo más importante, se administran emociones, sentimientos, sensaciones.
Existen muchos “estilos” para “gobernar” un hogar. Hay hogares que son “gobernados” por el jefe de familia, padre, otros que lo son por la madre, jefa de familia, otros más que son administrados en base a acuerdos de ambos, y otras familias incluyen en las decisiones incluso a los hijos, no importa el estilo, puede ser cualquiera de esos o una mezcla de algunos o todos, lo que importa, primero, es que se administren bien todos los recursos que se disponen, y segundo, que se mantenga siempre, en todo momento, el buen ánimo de la familia, la buena disposición de todos los miembros de la familia. Eso es fundamental.
Cuando hay problemas económicos en una casa, ya sea financieros o materiales, regularmente se afecta el ánimo de todos los integrantes de la familia, pero se unen en torno al problema, buscan resolverlo y de alguna u otra manera se resuelve. Mientras el problema existe, se ajustan gastos dándole prioridad a las necesidades fundamentales de cada uno de los miembros, por ejemplo, no se puede suprimir el gasto en gasolina del jefe o jefa de familia, o transporte, porque eso afectaría gravemente el ingreso familiar ¿Verdad?
Por graves que sean las carencias económicas de un hogar, nunca se deja de gastar en alimentos, vestido y salud. No importa qué se tenga qué hacer, trabajar horas extras, conseguir dinero prestado o vender algún bien adquirido anteriormente, pero siempre se busca resolver la situación, asignando las prioridades correctas.
En cualquier situación de crisis familiar, sea de la naturaleza que sea, de manera natural se busca reconfortar siempre a los miembros del clan, principalmente a los más vulnerables que, regularmente, siempre son los menores de edad; casi por instinto, los responsables de la dirección o gobernanza familiar buscan mantener un estado de ánimo lo más positivo posible, minimizando el estrés o angustia que naturalmente ocasiona una crisis.
El ejemplo expuesto es muy básico, pero como todos, o casi todos, lo hemos vivido en al menos alguna ocasión en nuestros propios hogares, puede hacer más entendible cuando lo trasladamos a las acciones de gobierno.
El estado de ánimo social (lo que siente, cree, piensa y percibe la ciudadanía sobre un tema en particular que le afecta directamente), es un elemento fundamental en la toma de decisiones de los gobernantes porque, al igual que en el ejemplo del hogar, los afectados por una crisis presentan secuelas anímicas que afectan su manera de ver y entender el problema, peor aún, afectan sus capacidades para resolverlo.
En el caso de nuestro estado, para ejemplificar lo que se afirma, se ha hecho caso omiso por completo de ese estado de ánimo social, fijando acciones en prioridades equivocadas, pasando por alto totalmente el desánimo, inconformidad y hasta molestia de la sociedad, en temas tan elementales y básicos como el suministro de agua, el pago de servicios o derechos que presta el gobierno, la educación o la misa seguridad pública, que son factores todos de satisfacción o insatisfacción social.
En el caso del agua, por ejemplo, basados en un pretendido y mal fundado programa de ahorro, se dejaron de hacer cosas y tomar acciones que se hacen cada año en esta temporada (contratación de pipas, ampliar horarios de trabajo operativo y de atención al público, contratación de campañas publicitarias de concientización, etcétera) que tienen un costo, sí, pero que también garantizan una mejor circunstancia en la crisis.
Lo mismo ha ocurrido en el tema educativo, particularmente en el conflicto del Cobach, en donde quienes deberían estar resolviendo todos los problemas relativos a ese sistema educativo, se han dedicado más bien a incrementarlos e, incluso, a crear otros no existentes. El tema del Cobach no es tanto de pesos y centavos, como de empatía oficial, buen trato y conocimiento del sistema educativo.
Pero lo mismo está ocurriendo en otros rubros del acontecer estatal, problemas o crisis mal atendidos, en la mayoría de los casos por falta de experiencia o conocimiento en los temas específicos, es decir, ni siquiera de mala fe, pero que se han agravado por una actitud indolente, insolente y hasta burlona de la autoridad hacia los afectados.
No hay nada peor que burlarse de un niño a quien se le ha caído su paleta al suelo, y más aún cuando se le cayó porque tú se la tiraste. Gobernar no es un acto de superioridad es, más bien, una capacidad humana de servicio al prójimo, una habilidad -adquirida o innata- que permite entender el problema del otro, antes que juzgarlo por su reacción.
Mientras el gobierno persista en mantener esa actitud de superioridad, de una falsa suficiencia, y de desprecio por la percepción social, seguiremos viendo crisis repetitivas en seguridad, en salud, en educación, en desarrollo social y en todos los campos del quehacer estatal. El problema no es el gobernado, el problema es el gobernante.

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