Opinion

El juego que un ebrio interrumpió

Jesús Antonio Camarillo
Académico

2017-06-23

Hace más de tres años publiqué en este espacio el artículo “Elogio del borracho”. Lo redacté con el pulso de la indignación. Aludí a la forma en la que un  ebrio echaba por la borda los sueños de una pareja que estaba sobre la avenida Gómez Morín. Los jóvenes habían tomado apenas unos días antes la decisión de casarse. En un instante, todos sus proyectos se apagaron. El vehículo Nissan que el borracho conducía se llevó como viles muñecos a los enamorados. Semanas después, el responsable de todo el desastre estaba libre.
De entonces a la fecha, decenas de percances siguen ocurriendo a consecuencia de la alcoholización de los conductores. Como balas perdidas, los autos conducidos por ellos, aleatoriamente concluyen los fines de semana con daños, accidentes y lesiones. En ocasiones, el resultado es el peor de los posibles, presentado el rostro de la tragedia como fatídico corolario de la jornada.
Lo que ocurrió el miércoles de la semana pasada encaja perfectamente en la última de las descripciones. Ahora le tocó a la colonia Rancho Anapra la visita de una de las más fehacientes formas de la estupidez humana. Un sexagenario en tercer grado de ebriedad, acabó, en reversa, con todo bajo su paso. En el accidente observamos que no hay barda que proteja de los influjos de los ebrios conductores.
El borracho irrumpió hasta el patio donde jugaban los niños. Michael e Ilse Pamela no tuvieron tiempo de nada, el ebrio y su vieja pick up las impactaron de lleno, los paramédicos no pudieron hacer nada, pese a que lo intentaron todo. En una nota publicada en El Diario, el lector puede casi tocar el dolor del paramédico, al sentirse impotente frente a la desgracia. Pese a estar acostumbrados a la faena y a la rutina de todo tipo de percances, el hombre no puede evitar las lágrimas cuando recuerda que ya nada se pudo hacer por reanimar a la pequeña.
En el infierno que el beodo causó, Evelyn, Javier, Belén y Jaqueline, quedaron muy mal heridos. Algunos de ellos quizá sufran de por vida las consecuencias de la estulticia de José Angel, el borracho ya les marcó el destino. Por lo que concierne a Evelyn, ella ya se liberó de la marca eterna.
La muerte y las lesiones de los niños, abre de nueva cuenta la discusión sobre el tema de los guiadores ebrios. Una discusión que en realidad no tiene sentido. El problema es muy claro y no debe insertarse en una grandilocuente deliberación porque sencillamente no da para tanto. No estamos ante la presencia de un dilema moral en el que hay que sopesar infinidad de factores y evaluar cada uno de ellos. No hay tampoco lugar a una colisión de valores o principios. La fórmula es simple: el ebrio no debe conducir. Así, como mandato categórico. Y las normas y reglamentos, así como una intensa campaña de disuasión, en la que el elemento educativo es clave, deben ir en plena armonía con la prescripción.
Lo escribí en el artículo que cito al principio, la ortodoxia legal y doctrinal en torno a los conductores ebrios debe sacudirse de la camisa de fuerza en la que decimonónicamente está metida. Matar y lesionar personas cuando se está bajo los influjos del alcohol, aunque no exista la intención, merece ya un tratamiento diverso al de la mera adscripción al modelo de “delito culposo”, es decir, no intencional. Multas, reparaciones del daño e indemnizaciones no son suficientes ante estos crímenes atroces.
La técnica legislativa empleada o la modalidad introducida es lo de menos. No recurramos a demasiados purismos normativos y doctrinales. Lo que hay que hacer es encarar el problema con medidas e instrumentos drásticos. Contrarrestar el desastre de los borrachos al volante implicaría quizá extender la noción de lo “doloso”; restringir la concepción de lo “culposo”; o quizá pasar por encima de la tensión entre ambos extremos, creando tipo penales o modalidades que no se enfrasquen en ella.
La historia de los pequeños de la colonia Rancho Anapra no debería volver a repetirse. Quisiéramos, por momentos, que todo hubiese sido una pesadilla citadina, de cuando uno sueña con titulares catastróficos de los diarios. Lamentablemente no lo es. Y es que nadie tiene el derecho de interrumpir el juego y las risas de los niños. El borracho los trastocó para siempre. 

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