Opinion

La guerra como arma política

Charles M. Blow/The New York Times

2017-04-15

Nueva York– Donald Trump le ha dado la espalda a muchísimas de las cosas que ha dicho sobre la participación del Ejército estadounidense en Siria y lanzó casi 60 misiles contra una base aérea en ese país.
En su declaración oficial, Trump dijo que el ataque fue la respuesta al monstruoso ataque químico del presidente Bashar Asad contra su propio pueblo. Sin embargo, se metió todavía más en la ficción del miedo, con frecuencia publicitado para reforzar a las misiones humanitarias: “Es en este interés vital para la seguridad nacional de Estados Unidos prevenir la propagación y el uso de armas químicas letales”.
Esto recuerda a George W. Bush cuando advertía sobre las “armas de destrucción masiva” de Sadam Husein, una mentira que nos llevó a una guerra de casi una década de duración.
No hay afán de
mostrar poco tacto,
pero las atrocidades
pasan en el mundo
todo el tiempo (y ya
antes han sucedido
a una escala muchísimo mayor en Siria). Los humanos son capaces de una crueldad inimaginable. A veces, las víctimas mueren rápidamente y los medios las hacen visibles para que el mundo las vea. Otras, mueren en cámara lenta, fuera de la vista y de la conciencia. A veces, se utilizan armas prohibidas; en ocasiones, armas convencionales; otras, hay abandono, aislamiento y hambrunas.
Y el mundo en general, y Estados Unidos en particular, tienen una forma de ser vagos sobre
cuáles atrocidades
merecen respuesta y
cuáles no. Estas decisiones pueden ser
caprichosas, en el mejor de los casos, y camuflajes calculados para motivos ulteriores, en el peor.
En efecto, las motivaciones para la acción militar no necesitan ser para nada singulares, sino que a menudo son múltiples, metidas una dentro de la otra, como muñecas rusas.
Los propios actos de guerra se pueden utilizar como armas políticas. Pueden distraer la atención, sofocar la acrimonia, incrementar el apetito por el gasto militar y darle un empujón a los indices rezagados.
Los encuestadores tienen bien documentado este efecto de “unirse en torno a la bandera” (o “mitin”).
Como escribió Gallup en el 2001 después del ataque del 11 de septiembre: “Después de los ataques terroristas del martes, la aprobación estadounidense por cómo el presidente George W. Bush está haciendo su trabajo ha aumentado a 86 por ciento, el cuarto índice de aprobación más alto que Gallup haya medido en las seis décadas en las que les ha pedido a los estadounidenses que hagan esa evaluación. Solo los presidentes George H.W. Bush y Harry Truman recibieron calificaciones más altas – el Bush mayor dos veces durante la guerra del golfo, 89 por ciento (el más alto) y 87 por ciento, y Truman el 87 por ciento, justo después de que los alemanes se rindieron en la Segunda Guerra Mundial.
Es fácil vender el heroísmo de una mission humanitarian o el miedo al terrorismo o los dos, uno detrás del otro, como trató de hacer Trump en este caso.
La tentación de desatar la enorme maquinaria bélica de Estados Unidos es seductora y también adictiva. Pero con ese poder en manos de un hombre como Trump, que opera más por impulso e intuición que con el intelecto, el mundo debería temblar.
El problema surge cuando se desvanece el brillo inicial y desciende la oscuridad. Hacemos agujeros en algún lugar, en el otro lado del mundo, y los halcones de la guerra –muchos endeudados con el complejo militar industrial– gritan y se pavonean con el pecho hinchado.
Sin embargo, alimentar a la bestia de la guerra solo amplifica su apetito. “Market Watch” reportó la semana pasada: “Podría costar alrededor de 60 millones de dólares remplazar los misiles crucero que el ejército estadounidense lanzó contra blancos sirios el jueves por la noche”, pero “Fortune” informó que las acciones de los fabricantes de armamento, tan pronto como iniciaron actividades el viernes, estaban ganando “colectivamente, casi 5 mil millones de dólares en valor de mercado”.
La guerra es un negocio y uno lucrativo
En shock, y con razón, por las imágenes de los niños muertos, aplauden los estadounidenses. Se sienten orgullosos de poder darle un manazo al villano, sin arriesgar cuerpos estadounidenses. Sin embargo, ahora, el poderío estadounidense está comprometido, irrevocablemente. Nuestro pulgar está en la balanza y nuestra reputación, en la línea.
A menudo, la acción engendra más acción, ya que las consecuencias involuntarias surgen como hierbas malas.
En los casos más extremos, derribamos a un mal líder en algún país pobre. En teoría, esto ayuda a los ciudadanos de ese país. Sin embargo, en la compleja realidad que hemos tenido que seguir aprendiendo una y otra vez en la historia reciente, es frecuente que se genere un vacío donde se puede remplazar a un hombre malo con uno todavía peor.
Ya estamos, entonces, metidos hasta la cintura. Tenemos que tomar una decisión imposible: quedarnos y tratar de arreglar lo que rompimos o abandonarlo y ver multiplicarse nuestras pesadillas.
A la nobleza de la cruzada se la consume el embrollo
Por esta razón es que todos haríamos bien en moderar los discursos bélicos de autofelicitación y los pompones de nuestros políticos y comentaristas, algunos de los cuales se opusieron hipócritamente a que el expresidente Barack Obama usara la fuerza militar después de un ataque químico todavía peor en Siria, en 2013.
Por justificados que nos podamos sentir por castigar a Asad, Siria es un nido de fuerzas hostiles a Estados Unidos: Asad, Rusia e Irán en un flanco, y el EIIL por el otro. No es posible castigar a una facción sin asistir a otra. De esta forma, Siria es un Estado que prácticamente no se puede ganar.
Ya hemos transitado este camino antes. Pasando el horizonte hay una colina: escarpada y llena de motivaciones políticas, ambiciones militares, sangre estadounidenses y un tesoro dilapidado.
Estar cansados de esto no es signo de debilidad; por el contrario, es una manifestación de una sabiduría ganada con esfuerzo.

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