Pascal Beltrán del Río
2017-03-21
Ciudad de México— La palabra de todo individuo importa. El judaísmo, que ha influido en buena parte de la cultura occidental, está basado en un acuerdo verbal entre Yahvé y el pueblo judío.
Hay muchas maneras de juzgar a una persona, pero ninguna genera tantos sentimientos como saber qué tanta fidelidad tiene alguien a su palabra: si dice lo que piensa y si sostiene lo que dice, especialmente cuando se trata de sus compromisos.
En el caso del presidente de Estados Unidos, la palabra adquiere un significado enorme. En un caso extremo, la palabra del presidente John F. Kennedy –y, para este caso, también la del premier soviético Nikita Jrushchov– evitó una guerra que pudo tener consecuencias catastróficas para la humanidad.
La llamada Crisis de los Misiles de 1962 se resolvió con un acuerdo de palabra: la URSS retiraría sus armas nucleares de Cuba, y Estados Unidos se comprometería a nunca invadir la isla.
Esa promesa se ha cumplido al día de hoy. Washington pudo haber tratado de asesinar al entonces líder cubano Fidel Castro y mantuvo por décadas un estricto bloqueo económico de la isla, pero nunca la invadió. La palabra de Kennedy ha sido refrendada por nueve mandatarios estadunidenses.
Hasta ahora, el inquilino de la Casa Blanca ha estado consciente de las implicaciones de ser fiel a su palabra. Es cierto que varios presidentes de Estados Unidos han difundido información que ha probado ser falsa, pero esto es después de haberla recibido de colaboradores que los engañaron.
Los casos de Richard Nixon, en torno del espionaje contra la sede del Partido Demócrata en el edificio Watergate, y de George W. Bush, en la segunda guerra de Irak y la presunta presencia de armas de destrucción masiva, son ejemplos de ello.
También es cierto que algunos presidentes no han podido cumplir con sus promesas, como George Bush padre, en el tema de los impuestos, o Barack Obama en lograr la reforma migratoria.
Otros han dicho medias verdades, como Bill Clinton sobre su relación con Mónica Lewinsky, o Ronald Reagan en la política de su gobierno hacia el régimen racista de Sudáfrica.
Por supuesto, habrá quien piense que los arriba mencionados mintieron sobre aquellos hechos, pues hay cosas que quedan a la interpretación.
Sin embargo, creo que la historia moderna no registra, de parte de un presidente de Estados Unidos, una sarta de mentiras completas como las que ha dicho el actual mandatario, Donald Trump.
El vértigo de los hechos recientes quizá hace imposible apostar sobre la forma en que terminará el gobierno de Trump (que algún día tendrá que acabar) y el modo en que la historia lo juzgará.
Aun así, se puede decir que es muy posible que la comparecencia del director del FBI, Jim Comey, ante el Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes, el lunes pasado, se convierta en un momento fundamental en un gobierno que apenas acaba de cumplir dos meses.
Para sintetizar, Comey desmintió a Trump en dos cosas que ha negado hasta la saciedad: los intentos de Rusia de intervenir en la pasada elección presidencial y el supuesto espionaje del que él habría sido objeto por órdenes de su antecesor.
Desde luego, la primera hipótesis sigue sujeta a la investigación que, según Comey, se está realizando. Pero es justo decir que el FBI no perdería su tiempo en una acusación sin sustancia.
Como editorializó ayer el diario The New York Times, “la confirmación pública de Comey debería marcar un antes y después en cómo deben manejarse las pesquisas sobre el papel de Rusia en la elección”.
Antes de la audiencia del lunes, Trump tuiteó que la colusión de su equipo con los rusos para sabotear la campaña de su rival Hillary Clinton era una trama de fake news (noticias falsas).
La segunda hipótesis, la del espionaje a la Torre Trump que habría sido ordenada por Obama, fue negada categóricamente por Comey.
Salvo que se sepa que Trump fue mal informado, el presidente estadunidense quedará evidenciado como mentiroso.
Eso será parque para sus rivales, que seguramente irán a fondo en su afán de verlo destituido, pero quienes no jugamos el juego de política en Washington sólo podemos expresar consternación de que la palabra del presidente estadunidense ha dejado de ser confiable.
Y eso es porque tiene consecuencias no sólo para ese país, sino para el mundo entero.