Opinion

Ambiente tóxico institucional

Cecilia Ester Castañeda

2017-03-18

En los últimos días surgió un video con humillaciones, abusos e insultos contra reos de un penal en Nuevo León. En otro evento decenas de jovencitas perdieron la vida durante un incendio en un albergue en Guatemala donde se habían señalado vejaciones. El Diario publicó un reporte sobre maltrato a migrantes en un centro de detención en Sierra Blanca. Un juarense se suicidó en una cárcel paseña tras ser arrestado al cruzar la frontera sin papeles. Ah, y el procurador general de Estados Unidos declaró que estaría muy bien enviar a Guantánamo a los nuevos sospechosos de terrorismo.
Con razón tanta gente ha dejado de confiar en las instituciones.
No obstante, basta recordar los esporádicos episodios de anarquía registrados recientemente o los resultados de candidatos electos gracias a campañas cuyo único mensaje fue denostar contra lo establecido para darnos cuenta de que en cualquier sistema gubernamental hacen falta principios, reglas e instituciones, siempre imperfectos y de mejoramiento factible.
Por lo tanto bien podemos aprovechar nuestra energía aplicando datos firmes para contar con organismos más eficientes en vez de dejarnos ilusionar por utópicas promesas de soluciones fáciles. Porque, no, en estos tiempos de hiperconectividad global no son ni suficientes las buenas intenciones ni recomendable intentar cortar de tajo con las prácticas y los nexos actuales.
El caso de las condiciones tóxicas en centros institucionales donde permanece gente recluida -ya sea físicamente dependiente, rescatada de una situación peligrosa, mientras se decide su destino o paga alguna deuda con la sociedad-
es ilustrativo. Parecen
repetirse
una y otra
vez, independientemente de época o lugar: personas carentes de libertad caen con impotencia víctimas de un entorno opresivo mientras quienes deben resguardarlas o protegerlas se transforman en verdugos despiadados. ¿Por qué?.
Más allá de la justicia del sistema o la rendición de cuentas por parte de los funcionarios, de contubernios, o franca ineptitud, según la psicología social en contextos como éstos suelen tender a presentarse situaciones capaces de transformar para mal el carácter de los seres humanos. Son factores basados en las necesidades psicológicas de toda persona: contar con información, ser aceptada, sentirse congruente. El impulso por satisfacerlas nos vuelve particularmente vulnerables a adaptarnos a entornos cerrados donde en cierto sentido se define la realidad y cobran mayor fuerza variables como la autoridad, el conformismo y la obediencia.
Entonces, dadas las condiciones adecuadas, se entienden fenómenos como los famosos abusos perpetrados hace una década por soldados estadounidenses en la prisión iraquí de Abu Ghraib, cuyas imágenes de tortura física y psicológica dieron la vuelta al mundo. No es casual que en el video de Apodaca se aprecien humillaciones similares: hombres haciendo gala de la manera más creativa y sádica posible de su poder sobre presos sin muchas posibilidades de defender su dignidad.
El uniforme, la impunidad, la deshumanización, la cultura autoritaria y violenta, la presión, el menosprecio a los miembros de grupos distintos, el aburrimiento, el anonimato, la sensación de control o falta de éste, el estímulo momentáneo, la disminución de la responsabilidad, la ausencia de privacidad, la dependencia, la pasividad, la depresión son algunos de los mecanismos psicológicos identificados en instituciones como penales, albergues y asilos. Dichos mecanismos facilitan abuso por parte del personal a cargo y la sensación de desesperanza en los internos.
Y se trata de fuerzas muy potentes. Ya en 1971, el doctor Philip Zimbardo, un psicólogo social de la Universidad Stanford, arrojó luz sobre la influencia del entorno de las prisiones tanto en el comportamiento de reos como de custodios en un estudio conocido como el Experimento Carcelario Stanford. Dicha investigación tuvo que suspenderse a la mitad de lo previsto debido a los drásticos cambios registrados por los participantes, quienes eran estudiantes universitarios regulares asignados al azar como vigilantes o presos: a unos cuantos días de desempeñar su papel en un penal simulado, todos presentaban las características asociadas con internos o custodios reales, como la apatía y la prepotencia.
Son lecciones importantes para cualquier comunidad. ¿De veras seríamos cada uno de nosotros custodios “buenos”, enfermeros compasivos, burócratas serviciales, niñeros cariñosos, policías respetuosos, políticos honestos? ¿Qué nos hace pensar que nosotros sí resistiríamos las presiones sistemáticas de un ambiente donde se fomenta y justifica la conducta antisocial, donde a lo largo de la historia tantos seres humanos tarde o temprano han optado por “el lado oscuro”?.
Si algo concluyen hasta ahora los estudios es que, dadas las circunstancias, cualquier persona es capaz de cometer actos extremadamente nocivos... y sin sentir el menor remordimiento por ello. “La maldad que surge de procesos ordinarios de razonamiento y es cometida por gente común y corriente es la norma, no la excepción”, dice el psicólogo Ervin Staub, conocido por sus investigaciones sobre la violencia. “Los procesos psicológicos ordinarios que por lo general evolucionan intensificándose paulatinamente a lo largo de una línea continua de destrucción dan paso a grandes niveles de maldad”.
Aceptar la influencia de los factores situacionales permite tomar precauciones para reducir su potencial fuerza negativa en contextos colectivos y, a nivel personal, disminuir nuestra vulnerabilidad ante esos riesgos. Cerrarnos a dicha influencia nos convierte en candidatos perfectos para protagonizar historias como la de “El señor de las moscas” y “Ensayo sobre la ceguera” -ambos libros llevados al cine-, o el penal de Apodaca, Nuevo León.
Siempre habrá instituciones en las cuales haya personas a cargo y personas en condiciones de dependencia. Resaltar en todo momento las características humanas de ambas contribuye a prevenir abusos. Pero, para ello, hace falta mantenerse constantemente alerta. Es muy fácil contribuir a un ambiente que dé pie a los maltratos.
Porque no sólo participan abusones y víctimas. También hay testigos que dejan hacer. Y la falta de acción, la indiferencia y la indecisión hacen tanto daño como los insultos o los golpes.

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