Opinion

Izquierda caudillista

Pascal Beltrán del Río

2017-02-14

Ciudad de México— El Partido de la Revolución Democrática (PRD) es la organización electoral más exitosa que haya tenido la izquierda mexicana.

Creado en 1989, sobre las bases que sentó la primera campaña presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas, el PRD tuvo logros sin precedentes en sus primeros ocho años de vida.

El más importante fue unir bajo un mismo techo corrientes ideológicas que chocaban entre sí. A la fundación del PRD acudieron lo mismo comunistas ortodoxos, trotskistas, maoístas, exguerrilleros y personajes formados en el PRI.

Al reunirse en un nuevo partido y arriar sus viejas banderas, los perredistas se abrieron a lo diverso, renunciaron al sectarismo que había hecho estragos en la izquierda por décadas y se reconocieron como náufragos de varias odiseas políticas.

Como les fue negado el registro por parte de una autoridad electoral que aún dependía del gobierno, acabaron utilizando el del Partido Mexicano Socialista, que se había sumado tardíamente al Frente Democrático Nacional
en 1988. Ese mismo registro electoral ya había sido del PSUM y de su ancestro, el Partido Comunista Mexicano (PCM).

Es decir, el emblema del PRD que vemos en las boletas electorales es producto de una serie de luchas de la izquierda. Luchas con el viejo sistema político, que acabó reconociendo al PCM mediante la Reforma Política de Jesús Reyes Heroles. Pero sobre todo, luchas con sí misma, porque hasta bien entrada la década de los años 70, la enorme mayoría de
los izquierdistas mexicanos seguía soñando con hacer una revolución y conquistar el poder mediante las armas.

Como aquella izquierda abrevaba del colectivismo, rehuía la idea del caudillismo que caracterizaba al nacionalismo revolucionario. Eso se acabó con la fundación del PRD. El partido se formó en torno de Cuauhtémoc Cárdenas y los perredistas, independientemente de su origen, aceptaron la idea de un dirigente moral.

El modelo se prolongó cuando, agotado el liderazgo de Cárdenas, éste fue sustituido por López Obrador, a quien el michoacano había convertido en su sucesor natural.

Me tocó cubrir como reportero el primer congreso del PRD, en 1990. Recuerdo cuando Cárdenas pasó de ser coordinador general del partido a primer presidente nacional. El ingeniero, en un gesto que considero auténtico, quiso evitar su nombramiento por parte de la asamblea.

“Yo propongo a Andrés Manuel López Obrador como presidente del partido”, exhortó Cárdenas a los delegados, pero fue acallado por gritos de “¡no, no!”.

López Obrador aún era un personaje de segunda línea dentro del PRD –formado detrás de Porfirio Muñoz Ledo y muchos más–, aunque ya había brincado de su primera campaña para gobernador de Tabasco al plano nacional.

Cuando tomó el control del PRD –después de la campaña de 2000 y elegido ya jefe de Gobierno capitalino–, López Obrador se topó con un fenómeno que Cárdenas había capoteado: las tribus.

Aunque su liderazgo dio para ser dos veces candidato presidencial del PRD (en 2006 y 2012), esos grupos de presión quisieron compartir el poder con él hasta que el tabasqueño se hartó y los mandó al diablo. Formó su propio
partido y se propuso desfondar al PRD, cosa que está a punto de lograr.

Ya sea mediante el éxodo hacia Morena o la simple renuncia al PRD, el partido histórico de la izquierda mexicana se está desangrando. Ayer sufrió la salida de uno de sus cuadros más conspicuos, el senador Armando Ríos Piter, quien abjuró no sólo del PRD sino de toda la partidocracia, que –me dijo ayer en la radio– se ha vuelto “tóxica”.

Lo que López Obrador necesitaba para apuntalar su liderazgo sobre la izquierda era deshacerse del yugo que representaban las corrientes. En Morena no las hay. De hecho, no hay disidencia alguna.

Esto evidencia el carácter caudillista del sector hegemónico de la izquierda mexicana. Cualquier noción de colectivismo ha sido derrotada. Las corrientes perredistas tenían muchos vicios, como el patrimonialismo, pero en su seno había debate y triunfaban las alianzas.

Esa izquierda, como el PRI, necesita del liderazgo de un solo hombre. Esa izquierda ya apostó por el modelo económico estatista, por el centralismo político, por el país de un solo hombre.

Sus integrantes huelen el poder, y por eso corren hacia quien creen que puede conquistarlo.


 

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