Cecilia Ester Castañeda
2017-02-01El domingo se efectuó una carrera pedestre en celebración del natalicio de Esmeralda Castillo Rincón, la estudiante de secundaria que desapareció en el 2009 a la edad de 14 años. El segundo “esmeraldatón” de un kilómetro, en el cual participaron decenas de niños y adolescentes, me parece un evento al mismo tiempo triste y esperanzador, símbolo de una lucha inconclusa en una ciudad dolida que, sin embargo, mira hacia adelante.
Los feminicidios han sido el prólogo de un capítulo fronterizo que ha dejado expuesto nuestro lado oscuro. Desde hace más de dos décadas, sirvieron de alerta sobre un peligro latente. No necesito explicar hasta dónde puede descomponerse una sociedad con tantos focos rojos como la nuestra. Pero, ciertamente, ignorar las señales inquietantes o limitarse a aplicar paliativos esporádicos equivale a echar leña a un fuego que sólo espera las condiciones propicias para propagarse.
Y la respuesta ante las muertes de mujeres fue lenta, muy lenta.
En el caso de Esmeralda, según reportes periodísticos la tardanza de dos años en la notificación a los padres sobre el hallazgo de un trozo de resto óseo de la adolescente presuntamente localizado en el 2013 en el Valle de Juárez provocó la desconfianza de los progenitores. No pretendo debatir aquí si se trata de la negación a aceptar la pérdida de una hija o si el proceso de la Fiscalía Especializada en Atención a Mujeres Víctimas del Delito por Razones de Género adolece de irregularidades, sólo creo que la desaparición de la menor ejemplifica los viacrucis de numerosas familias con seres queridos en circunstancias de trágica similitud.
Los recurrentes homicidios contra mujeres arrojaron luz en torno a la escasa preparación y equipo de las instituciones encargadas del esclarecimiento de los crímenes y la impartición de justicia en los mismos. Si la dificultad inherente a dichos casos complica su solución, la indolencia y falta de sensibilidad de los funcionarios hacen más difíciles los trámites a los dolientes. Entonces se comprende el alcance del machismo, de la misoginia. Sin embargo, tal vez ningún familiar de una desaparecida llegue a entender nunca la condena, o, peor aun, la apatía públicas.
Por eso el trabajo realizado por las madres -sobre todo las madres de las víctimas- juarenses ha sido tan importante. “Éramos un puñado de mujeres contra el Estado”, escribió alguna vez la fundadora de Casa Amiga, Esther Chávez Cano, galardonada con el Premio Nacional de Derechos Humanos 2008 por su activismo a favor de las mujeres víctimas de la violencia.
La presión de las campañas abrió poco a poco puertas. En los años 90 se empezó por reformas a nivel estatal acerca de los delitos sexuales hasta llegar a instancias nacionales e internacionales como la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el 2007. Por lo menos se quitó lo invisible a los feminicidios en Ciudad Juárez.
Con esos antecedentes, los padres de Esmeralda se transformaron en activistas en busca de su hija. Mantas, protestas, huelgas de hambre, ofrecimiento de recompensas. Lo interesante es que ellos han ido más allá, convirtiendo la imagen de su hija en un potente mensaje para la concientización y prevención de las desapariciones forzadas. Al festejar la fecha de su nacimiento, celebran la vida de esa niña de mirada serena y de alguna manera la mantienen viva.
¡Y hacen falta tanto ese tipo de mensajes..! Como resultó evidente en las manifestaciones organizadas alrededor del mundo la semana pasada, los derechos de la mujer son un tema universal. En Ciudad Juárez, mientras tanto, siguen difundiéndose pesquisas sobre menores desaparecidas.
Imposible olvidar además que el día 30 se cumplió otro aniversario de la masacre de Villas de Salvárcar, cuyas jóvenes víctimas motivaron a una sociedad en estupor a tomar medidas contra la violencia.
Los padres de algunas de ellas, igual que los de Esmeralda, han dado sentido a su pérdida convirtiendo su mensaje en esperanza para otros menores.
No los dejemos solos en esta lucha por el futuro de nuestros hijos.