Carlos Murillo/
Escritor
En México estamos acostumbrados a ser receptores de nuevas tecnologías que vienen de fuera y adaptarlas a nuestra vida, así es como los países dominantes nos imponen paradigmas de moda en todas las áreas, esto se refleja en la transferencia de estándares y directrices en materia de educación, justicia, salud, economía, entre otras. Esto sucede también en marketing político, donde terminamos por adoptar las estrategias de Estados Unidos o de España y convertirlas en letra divina.
Hace ocho años, con Barack Obama, los expertos anunciaban una nueva era llena de esperanza; vaticinaban un cambio sustancial para Estados Unidos, el país líder del mundo occidental. Y, por lógica, también habría más oportunidades para los países que, como México, están en vías del desarrollo.
La realidad es que el balance de Obama es positivo únicamente en popularidad, algo que no es asunto menor, si consideramos que, en la mayoría de los casos, los mandatarios salen con un bajo índice de aprobación (algunos hasta terminan exiliados por el rechazo social, como el caso mexicano de Carlos Salinas que, cuando terminó su mandado en 1994 se refugió en Dublín y Cuba –víctima de lo que hoy se conoce como mal humor social–).
En Estados Unidos terminó el régimen de Obama y no resolvió los grandes problemas del pueblo norteamericano. En algunos casos sólo pospuso las verdaderas soluciones, como en materia de salud, migración, empleo y economía, donde los resultados están lejos de ser halagadores. Por otro lado, quedaron pendientes los Derechos Humanos en Guantánamo y la Guerra en Medio Oriente.
Pero hay de malos a malos. Cuando el carisma de Barack Obama comenzaba a ser insuficiente frente a la falta de resultados, irrumpió en el escenario un personaje que es el lado opuesto: Donald Trump, un hombre que arrebató la candidatura a la presidencia en el Partido Republicano y que después ganó la elección contra Hillary Clinton, cosechando los frutos podridos del racismo, la xenofobia y el nacionalismo exacerbado que se creía sepultado –pero solamente estaba oculto detrás de la indiferencia–.
En el año del 2009, recuerdo que asistí a un curso de marketing político, donde el expositor compartía la información que obtuvo de la escuela de gerencia política, en la Universidad George Washington. Como suele suceder, las nuevas tecnologías de estadísticas y análisis, que se exponen en los foros de élite del primer mundo, tienen la legitimidad para convertirse en dogma para los países del tercer mundo. Así que recibimos aquellas enseñanzas como los discípulos del nuevo paradigma, en esa época era el fenómeno Obama, el caso de estudio de moda.
En aquellos años, las redes sociales apenas mostraban una parte de su potencial y la estrategia de la elección presidencial de Estados Unidos se convirtió en tendencia a nivel global. Todos querían imitar las tácticas de Obama.
La cátedra en el manejo de imagen no terminó en la campaña, continuó hasta el último día de su mandato, porque Barack Obama hasta hoy, representa el ideal cuando se habla de comunicación política; es un hombre educado, sencillo, amigable, caballeroso, trabajador, esa es la imagen que construyeron sus asesores durante ocho años, cuidando cada detalle y usando los medios de comunicación para consolidar esa idea. Para alcanzar este éxito se requiere también que el personaje tenga el perfil adecuado y Obama cuenta con el talento e ingenio para traducir las estrategias de marketing en un ademán o una mirada. Su equipo se encarga de tener la cámara lista para la foto.
Podríamos comparar a Barack Obama con cualquier mandatario y serán contados quienes planean con tanta diligencia sus discursos en público y eligen de forma minuciosa la foto adecuada para subir al Facebook.
Pero su sucesor en la presidencia es todo lo contrario, Donald Trump es un tipo soberbio, grosero, irreverente, agresivo y arrogante, entre muchas características negativas que son parte de la imagen pública que ha construido del anti-político, todo lo contrario que Obama, sin embargo, ambos tienen algo en común: Donald Trump también es un genio del marketing político.
La diferencia es quizá que atienden a públicos distintos, porque mientras el discurso de Obama se concentra en la esperanza y la paz para lograr acuerdos, por otro lado, Trump tiene como argumentos principales lograr metas por la fuerza y separar a Estados Unidos del resto del mundo. El discurso de Obama está dirigido a las minorías que quieren seguir ganando derechos y el de Trump es para las mayorías resentidas. Cada quien en su nicho –del mercado electoral– es el rey.
No tardan los genios del marketing político en convertir a Trump en un plan, como lo hicieron con Obama, tratando de emular al polémico empresario que se convirtió en el nuevo paradigma. Seguramente llegarán con el manual de operación bajo el brazo, listos para ganar elecciones en el nuevo milenio, quién diría que la xenofobia se volvería un valor y la discriminación un programa para los nuevos políticos.
Hoy, el discurso de odio que sobrevivió en el clóset de lo políticamente incorrecto, ya es abierto, público y aceptado por un grupo nutrido de estadounidenses. El resto del mundo parece ir por el mismo camino.
En los hechos, en México está demostrado que un amplio segmento de población no confía en los partidos políticos, ni en los políticos tradicionales, sean del color que sean; los mexicanos están agraviados y resentidos, algo que Trump aprovechó para entrar a empujones en la lista de candidatos casi en la recta final de este proceso interno, muy a pesar de los grupos que tenían el control del Partido Republicano, en ese sentido, Trump se convirtió en un híbrido, mitad candidato independiente-mitad republicano, para consolidar esa imagen, fue significativo el pleito que tuvo en contra de los grupos tradicionales de su propio partido, siempre nadó contra la corriente, pero finalmente lo único que quería el empresario era una plataforma para darle viabilidad a su candidatura y lo logró.
No me extrañaría que algunos ya se estén apresurando a imitar el nuevo desorden causado por Trump, pero me sorprendería aún menos que funcionara, porque finalmente son fórmulas humanas que lamentablemente tienden a repetirse, en este caso es la más elemental de todas: se trata de manipular las emociones para mover voluntades.
En ese sentido, Nuevo León fue quizá el primer laboratorio con El Bronco, Jaime Rodríguez, quien usó la más fina alquimia electoral para ganar en las urnas por la recientemente inaugurada vía independiente; lo hizo con un discurso de odio, pero antes debía tener el objeto del odio, por lo que construyó a su propio rival desde las redes sociales, entonces, sus propuestas se centraron en atacar el sistema de partidos políticos a través de un personaje, el entonces gobernador priista Rodrigo Medina a quien prometió que metería a la cárcel, pero no lo cumplió, después, en Chihuahua, Javier Corral siguió la misma fórmula ganadora en las urnas pero perdedora en la realidad.
Para el 2018, nos esperan sorpresas, a pesar de que las casas encuestadoras ya le alzaron la mano a Andrés Manuel López Obrador, podría repetirse la fórmula de Trump, al entrar a la contienda un personaje no vinculado a los partidos tradicionales, alguien que nunca haya tenido un cargo público, pero que tenga la habilidad de articular la indignación de los mexicanos para traducirlo en votos. El discurso y las promesas del próximo candidato estilo Trump se las anticipo desde ahorita: “regresarle a los mexicanos el petróleo y meter a la cárcel al presidente”.
Ojalá que el desorden de Trump no se extrapole a otras latitudes y que estas modas absurdas no se conviertan en opción, porque México merece algo mejor que la trumpatización de la política.