Opinion

La nueva generación de la violencia

Cecilia Ester Castañeda/
Escritora

2017-01-21

El acceso a las armas de fuego es siempre un tema contencioso. Sin embargo, las recientes pérdidas de vidas humanas por disparos marcan un inquietante nuevo capítulo en la violencia a nivel local y nacional.
Tres hombres asesinados en lugares públicos en menos de 30 horas en Ciudad Juárez, cinco muertos en una aparente ejecución durante un concierto en Playa del Carmen y, lo más triste, en Monterrey un estudiante de secundaria se suicida en el salón de clases después de dejar heridos —la mayoría de gravedad— a su maestra y tres compañeros. En todos estos casos se utilizaron pistolas.
Dicha muestra de violencia con víctimas fatales registrada la presente semana es distinta en varios sentidos a episodios previos de muertes con arma de fuego en nuestro país. Para empezar, abarca de extremo a extremo de México. Ya no se trata de focos rojos en regiones con serios problemas de seguridad. Resulta innegable: la amenaza cada vez es más generalizada y puede manifestarse prácticamente a cualquier hora y en todo lugar.
Es notorio también el hecho de que aquí el objetivo era terminar con la vida de alguien. No fueron crímenes pasionales o accidentes, ni altercados salidos de control, ni siquiera asaltos, no. Los homicidios mencionados en los titulares de esta semana corresponden a una categoría más peligrosa precisamente por su frialdad y su relación con los espacios cotidianos urbanos: el interior de un gimnasio, el estacionamiento de un restaurant, un club nocturno, un aula de escuela privada.
Si bien por lo menos en dos de estos cuatro sucesos se presumen nexos con la delincuencia organizada —y hay sitios donde se distribuyen más drogas que en otros—, el modus operandi implica peligro para cualquier persona que llegue a encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado. Todos, por otra parte, ocurrieron en establecimientos particulares frecuentados por personas de clase media o alta. Las colonias de escasos recursos siempre han sido blanco de pandillas, la vía pública no ha estado exenta de tiroteos, pero ahora presenciamos la incursión de la violencia a mano armada a espacios tradicionalmente más protegidos a donde tienen acceso personas de todas las edades. Ya no hay sitios públicos a prueba de pistolas.
Y hoy en día la globalización se manifiesta en numerosas facetas. Dos de los hombres ultimados en Ciudad Juárez eran de nacionalidad estadounidense mientras que tres de las víctimas en el importante destino turístico de Playa del Carmen eran extranjeras, según notas informativas.
Sin embargo, la influencia global va más allá. Se dice que los parroquianos temieron un acto terrorista al escuchar los disparos en la discoteca de Quintana Roo. ¿Terrorismo en México? Las amenazas de seguridad en el mundo se propagan de muchas maneras, creo yo. En un centro de reunión internacional como Playa del Carmen es normal que se pensara en alguien dispuesto a causar el mayor daño posible. Los asistentes tenían conocimiento de casos similares en eventos musicales en distintos continentes. Además, el miedo es uno de los mejores promotores de alguna causa. Llama la atención sobre ella, le brinda poder.
Por eso probablemente el estudiante que atentó contra la vida de su maestra y varios compañeros en Monterrey decidió hacerse famoso ante una cámara de video. Al parecer, aquí estamos ante otro fenómeno importado registrado entre jóvenes clasemedieros con acceso a buena dosis de violencia, videojuegos y redes sociales.
Precisamente sucedió en la población mexicana que, a decir de algunos, más se asemeja con una ciudad estadounidense. Tiene lógica. Federico G. nació después de la masacre de Columbine. Existen varias versiones sobre el origen del arma, pero según los medios el padre del adolescente es un profesionista aficionado a la cacería. También, se dice, el estudiante practicaba videojuegos de alto contenido violento y participaba por internet en foros anónimos donde destruir se considera la realización máxima. Ah sí, formaba parte de una generación que ha visto de cerca una constante de inseguridad, guerras y apología del delito, eso sin contar la falta de confianza en el sistema.
En otras palabras, a sus 15 años ya padecía una enfermedad muy moderna: el aislamiento en un mundo tecnológicamente interconectado. Esto siempre es peligroso, pero a una edad vulnerable cuando está definiéndose el sentido de la vida esa misma búsqueda puede convertirse en riesgo.
La pertenencia, el logro y el reconocimiento son necesidades innatas en el ser humano. Pero si alguien cree no encontrarlas en su entorno real, las buscará en otra parte. Además, a diferencia de tantos adolescentes marginados que transforman en su propósito mejorar sus condiciones de vida, da la impresión de que Federico G. no tenía necesidades materiales ni se identificaba con los grupos comunitarios en los cuales participaba.
Al parecer no sufría problemas depresivos, pero sus carencias al relacionarse con los demás son uno de dos factores que probablemente lo llevaron a su trágica decisión. El otro se asocia con la ausencia de logro e influencia social. Cuando la frustración es tanta que anula estas dos necesidades básicas se piensa en morir, dicen los sicólogos.
Entonces aparece un grupo que promete la gloria dispuesto a escuchar toda la ira y la sensación de injusticia. Sean estudiantes incomprendidos participantes en foros de odio, adolescentes marginados ingresando a las filas del crimen organizado o jóvenes musulmanes resentidos adoptando el terrorismo como su bandera, el proceso es el mismo: canalizan su frustración de manera violenta impulsados por el apoyo colectivo.
Es hora de analizar en serio el mensaje que estamos transmitiendo a las nuevas generaciones. Demasiadas veces damos por sentada su educación cuando en realidad estamos criando unos desconocidos sin guías para el desafío de vivir en esta época, en esta sociedad. Peor aun, con nuestro ocupado  horario o nuestro pesimismo dejamos de comunicarles nuestro amor y confianza en ellos.
Mientras las armas de fuego sean tan accesibles y se propaguen sin control, mientras la cultura entera parezca seducida por los despliegues de fuerza y bravuconería, mientras se ponga más atención a los gritos que a las obras de arte, mientras prefiramos culpar a los “otros” que asumir responsabilidades habrá un caldo de cultivo para la violencia.
Y, como vimos con las amenazas a instituciones educativas locales, no faltará alguien gustoso de sentirse poderoso provocando miedo.

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