Opinion

Fidel en todas sus facetas

Roger Cohen/The New York Times

2016-12-02


New York— Se dice que Napoleón hizo el comentario de que, si tan solo le hubiera dado una bala de cañón cuando entró a caballo en Moscú, en 1812, habría pasado a la historia como el hombre más grande que haya vivido. En forma similar, Fidel Castro sobrevivió al momento de su grandeza, aunque no a la idealización de su atractivo.
Fidel. Una sola palabra es suficiente para evocar al hombre que descendió de la Sierra Maestra con su ejército dispar y desharrapado para derrocar a la dictadura de Fulgencio Batista en 1959, purgar a Cuba de la dominación de Estados Unidos, proclamar el empoderamiento de los pobres y personificar la sed de América Latina por terminar con los gobiernos de las camarillas mimadas por el imperialismo.
En su momento, su mensaje fue eléctrico. Fidel fue el héroe barbado de los sin voz, del “pueblo”. Un continente de desigualdades y corrupción estaba maduro para la revolución; Ernesto, “Che”, Guevara salió de La Habana a mediados de los 1960 para fomentarla.
Casi ningún país de América Latina escapó a la tormenta, desde el Chile de Salvador Allende hasta la Nicaragua de la revolución sandinista en 1979; desde la despiadada represión militar contra los izquierdistas en Argentina, donde hubo decenas de miles de “desaparecidos”, hasta el duro gobierno de los generales en Brasil. La potencia ideológica de la victoria de Fidel fue singular.
En “The Sympathizer” (“El simpatizante”), la novela ganadora del Premio Pulitzer, Viet Thanh Nguyen describe cómo, cuando las fuerzas comunistas leales a Ho Chi Minh avanzaban hacia la victoria en Vietnam, en 1975, su protagonista “anhelaba decirle a alguien que era uno de ellos, un simpatizante de la izquierda, un revolucionario que luchaba por la paz, la igualdad, la democracia, la libertad y la independencia, todas las cosas nobles por las que mi pueblo había muerto y por las que yo me había ocultado”.
En la gran lucha anticolonial y antiimperialista de la posguerra que sostenía el mundo emergente por la independencia en Asia, Africa y América Latina, Fidel fue una figura enorme. Sin embargo, como con Ho en Vietnam, los ideales nobles resultaron ser, en gran medida ilusorios. Fidel llegó a Estados Unidos en 1959, cuando se presentó en “Meet the Press” de la NBC, declaró que su meta era la democracia, junto con “ideas libres”, “libertad de creencias religiosas” y “elecciones libres en cuatro años”.
“Yo no estoy de acuerdo con el comunismo”, declaró.
Como con las promesas de libertad del ayatolá Jomeini dos décadas después, en el Irán revolucionario y antiestadounidense, fue un montón de patrañas. Fidel ya había terminado con Estados Unidos. Estaba dispuesto a abrazar a Moscú y los vastos subsidios soviéticos (así como los misiles que llevaron al mundo al borde de la guerra nuclear en 1962). Su desafío al vasto país que se alzaba sobre su isla próxima sería lo que lo definiera, junto con una creciente megalomanía.
A los tres meses de haber tomado el poder, ya había ejecutado a 400 oponentes con escuadrones de fusilamiento; la cantidad aumentaría al paso de los años a unos 5,600. Al paso de las décadas, metieron a incontables disidentes a la cárcel. Cientos de miles de cubanos huyeron del aparato de seguridad de Fidel rumbo a Florida. Como escribí en diciembre del 2008, después de haber visitado Cuba para escribir un artículo para una revista por el 50 aniversario de la revolución de Fidel: “Se ha silenciado a la prensa” y “la televisión del Estado es una ampulosa maquinaria de propaganda”.
Durante ese viaje, noté que es raro que los cubanos sentados en el muro costero en La Habana miren hacia afuera a pesar del esplendor de la vista marina. Le pregunté a la bloguera disidente, Yoani Sánchez, al respecto y dijo: “Vivimos dándole la espalda al mar porque no nos conecta; nos encierra. No hay movimiento en él. A la gente no se le permite comprar barcos porque si, si tuviera barcos, se podría ir a Florida”.
Fidel, el libertador romántico, había hecho de su isla una prisión, llena de gente inerte, estancada en la pobreza engendrada por un sistema de pesadilla. Sus logros considerables en educación, atención de la salud y bienestar básico no pueden enmascarar este fracaso fundamental.
Yo admiro el restablecimiento de las relaciones diplomáticas que hizo el presidente Barack Obama con Cuba, que lo llevó a La Habana a principios de este año para reunirse con el hermano de Fidel, el presidente Raúl Castro, quien se hizo cargo en el 2006. Las relaciones congeladas entre Estados Unidos y Cuba se habían vuelto un anacronismo. Yo deploro, no obstante, la débil declaración de Obama sobre la muerte de Fidel. No es suficiente que un presidente estadounidense diga: “La historia registrará y juzgará el enorme impacto de este personaje singular”. Ha habido bastante historia en la Cuba de Castro desde 1959, gran parte de ella ha sido deplorable.
La renuencia de Obama a representar firmemente la idea de la libertad y guiar al mundo libre en contra de la autocracia, así como su tendencia a asumir un tono apesadumbrado o escéptico sobre el ejercido del poder estadounidense, ha enojado a muchos estadounidenses. Explica parte del apoyo a Donald Trump; ha hecho que el mundo sea más peligroso. No querer hacer alusión a la depredación de Fidel, es parte de esta doctrina de Obama.
Fidel fue un gigante con defectos. Al final, la única idea suya que seguía en pie era el nacionalismos antiestadounidense que retomó el finado Hugo Chávez de Venezuela. Sin duda que éste no es el momento para decir que su posición a favor de los desheredados de la Tierra no fue importante. Ni, en un momento en el que Estados Unidos ha elegido a un charlatán como presidente, es tiempo de pasar por alto el hecho de que Fidel era un político serio e incorruptible. Ni dejar en el tintero el sufrimiento que infligió.


 

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