Opinion

Pugna ignorada entre Maclovio Herrera y Francisco Villa

Víctor Orozco/
Analista Polítco

2016-10-22

Apenas ahora leí el libro de Raúl Herrera Márquez, novedad editorial hace un par de años. Lo hice de corrido porque me capturaron su trama y su estilo. Juntar páginas de documentos con entrevistas y párrafos de ficción me pareció una estructura audaz y riesgosa. Al final el autor salió airoso, pues supongo que se propuso escribir un texto en el cual las historias contadas fueran creíbles, cotejables con las de investigadores profesionales y al mismo tiempo poseedoras del atractivo insustituible de una novela. Una "novela verdadera" como la llama Herrera.
¿Cuales son los temas centrales del texto?. En el subtítulo parecería encontrarse la respuesta, sin embargo, pienso que la variedad de impresiones, pistas, informes, contextos, deja al nombre demasiado corto, incapaz de contenerla y ni siquiera de enunciarla. Villa y Maclovio Herrera alimentan sí, una pugna a muerte, que trasciende a otras personas, principalmente a la familia del segundo, pero ni de lejos llena la saga relatada en el volumen y menos aún las historias aledañas, de tanta o mayor relevancia que el pleito entre los dos famosos generales revolucionarios.
Está por ejemplo, la vida cotidiana en Parral, ciudad de primera importancia en el Chihuahua de las dos primeras décadas del siglo. Con unos 15,000 habitantes por entonces, la ciudad minera fundada en 1631, albergaba  a mineros de los de abajo, ganaderos, madereros, comerciantes, hacendados, amas de casa, curas católicos, artesanos, escolares, burócratas, maestros, profesionistas, agentes norteamericanos. Por la novela de Herrera desfilan todos estos tipos sociales y algunos lo hacen usando unos modos y una habla inseparable de la fisonomía del Chihuahua rural o semi rural. Me cautivaron las parcas expresiones de Luis Herrera Cano, cuando se sostiene la mano mutilada por una bala expansiva mientras la esposa le unta yodo en la herida y lo venda: "Más se pierde en la Revolución; antes no me morí".
Conociendo Parral, casi me imagino caminando por sus calles estrechas y callejones, atravesando sus plazuelas y mirando a través de las ventanas de las casas. Allí el espectáculo de estos años aciagos sería con seguridad el de mujeres y niños bajo las mesas y las camas, con los ojos saliéndoseles y esperando que en cualquier momento entraran los soldados de alguno de los bandos y les dispararan. Esta cara de la revolución poco se ha descrito: es la de los pobladores que sufrieron muertes, abandonos, hambre, enfermedades, frío y sobre todo temor, un temor constante e imparable. En ninguna otra región del país se sufrieron estas desgracias por tanto tiempo como en el estado de Chihuahua.
En el choque de Francisco Villa con la familia Herrera de Parral, los contendientes poco se parecen. Estos últimos son miembros de una familia extensa en la cual existen esposas, hijos, nietos, nueras, yernos, etc. Maclovio, Luis, su padre José de la Luz, los otros hijos, nunca pueden dejar atrás la preocupación por las familias. Sus amores pueden brindarles una fuerza sentimental, pero en la guerra son un lastre, material y sicológico. Estos seres queridos tienen la condición de rehenes, obstáculos para la ejecución de las grandes gestas y hazañas, si aceptamos la reflexión del clásico Plutarco. La vida de los generales Herrera pertenece desde este ángulo, a la común de los mortales.
No sucede lo mismo con Pancho Villa, cuya personalidad ocupa buena parte de la novela. Él carece de estas ataduras. Está solo, aunque haya seducido de grado o por fuerza a incontables mujeres. Ellas no representan nada o casi nada en su vida afectiva. Tampoco lo hacen parientes, amigos o subordinados. Es un caudillo-dios, que puede disponer de la vida de millares en sus famosas e inútiles cargas de caballería contra los nidos de ametralladoras en los campos de riego de Celaya y de la misma manera, disparar a quemarropa o mandar al paredón por motivos fútiles a cualquier cristiano. Aquella famosa escena de la novela de Rafael F Muñoz ¡Vámonos con Pancho Villa! luego convertida en película, en la cual éste mata a la familia de uno de sus hombres para que pueda seguirlo sin angustias, con ser imaginaria, recoge puntualmente la propia vida del Centauro del Norte. Es un tipo social desclasado, errante, astuto, conocedor de los límites de las voluntades, manejador de hombres, infatigable, despiadado. En varias de sus facetas siempre me ha recordado a Cesare Borgia. Además, Villa ama el poder y por eso, también ama el dinero.
En 1923, aposentado en Canutillo, se ha convertido en un exultante propietario de 60,000 hectáreas de buenas tierras en las cuales trabajan decenas de peones y "partidarios" como se conoce a los labradores que siembran a medias o a la cuarta con el dueño. Es un organizador nato y pronto convierte a la hacienda de los Jurado en un emporio, gracias a los cuantiosos subsidios proporcionados por su antiguo enemigo Álvaro Obregón, inquilino del Palacio Nacional. Apenas a setenta kilómetros de Parral, donde también tiene intereses económicos, acude a la ciudad con frecuencia. Una década de andar sobre las armas, pero sobre todo, de 1916 a 1920, le han dejado millares de agraviados. Un crimen masivo contra mujeres en Namiquipa, otro asesinato colectivo de mujeres en Camargo (¿Por qué puras mujeres?), un despojo aquí, otro homicidio acullá. Y luego, la política, los juegos del poder. No aguanta las ansias de volver a sus cenáculos, pero ha de esperar a la terminación del cuatrienio obregonista. Entonces, ¡Ya verán!, como le confiesa al periodista Regino Hernández Llergo. Aspira, por lo menos a la gubernatura de Durango. Es un enredo macabro, a resolverse con su muerte, cuyos artífices van desde el presidente de la república, hasta el campesino vengador reclutado en La Cochinera, Durango.
Para los que restaban de los Herrera, la vida de Villa era incompatible con la de ellos. El odio del Caudillo era total e irreductible: en Torreón ordenó que arrastraran el cadáver de Luis, en el panteón de Parral le disparó personalmente un balazo en la cabeza al viejo José de la Luz, pero antes hizo que presenciará como hacía lo mismo con sus hijos Melchor y Zeferino.  Así que, la ficticia pero posible entrevista de Jesús Herrera Cano, el sobreviviente varón adulto de la familia con el presidente Obregón, con la cual empieza la novela es uno de los últimos hitos en esta implacable reyerta. Villa ha de morir, si los Herrera quieren vivir. Ésta era la cuestión, entendida hasta por los niños que sintieron en algún momento la mirada de Villa tras de sí cuando caminaban a la escuela en Parral.
Hay una entrevista muy circulada de José Sáenz Pardo y que me extrañó no ver en el libro. En ella, este hombre ya viejo, contesta que nunca se arrepentirá de haber participado en el asesinato de Villa, quien era una "fiera". Junto con el ambiente relatado por Herrera Márquez, me hace pensar en el contraste entre el Parral de hoy y el de la hora del atentado contra Pancho Villa. Cuando se corrió la noticia del asesinato, miles desfilaron para ver el cuerpo y convencerse que con esta muerte quizá concluía la pesadilla de la violencia, los arrebatos criminales, la ausencia de ley, padecidos hasta el hartazgo. Ninguno de los testigos de 1923, podía imaginar que nueve décadas más tarde, Villa sería convertido en el icono de su ciudad, con estatuas faraónicas, adoraciones oficiales y millares de fieles adherentes a su figura. Como todas las paradojas, puede explicarse, pero no deja de asombrar.

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