Opinion

Prueba de resistencia para EU

Timothy Egan/
The New York Times

2016-10-22

Nueva York.– Podemos imaginarnos a Donald Trump sentado en su trono de oro en ese hotel de Las Vegas que él construyó con acero chino barato. Imaginémoslo tratando de impedir que entre en el salón la más mínima molécula de realidad. Está que echa chispas, pues sus cifras se están hundiendo. Y pese a todo, en su mente él no puede ir perdiendo. Entonces, todo está amañado.
Cuando llega al foro del debate, no sonríe. Lo más cercano es una sonrisa socarrona de mal perdedor, por no haber ganado un Emmy en el programa de televisión que le permitía sobajar a las mujeres. Trata de actuar normalmente, de contener el odio que le hierve por dentro. Pero este peligroso hombre es incapaz de contener su lado oscuro por 90 minutos completos. Y al final, acaba cruzando la única barrera política que todavía no había cruzado: critica a la democracia misma, al principio constitucional.
Los mejores presidentes son los que nos hacen aspirar a algo, los que nos exhortan a trepar cada montaña y a cruzar cada corriente. Trump jamás ha podido salir de la cloaca.
Los alcahuetes que le quedan –Reince Priebus, Rudy Giuliani, Mike Pence– tienen que haber sabido que las cosas andaban mal cuando el candidato presidencial republicano se puso más bravo contra el santificado Ronald Reagan que contra el hombre fuerte de Rusia, Vladimir Putin.
Y tuvieron que haber sabido que el juego había terminado cuando Trump lanzó otro tuit a las 3 de la mañana, en el que llega a la conclusión de que había ganado porque así lo indican unas encuestas en línea que no habrían sido aprobadas ni por Bagdad Bob.
Las calumnias y el aborrecimiento estuvieron a la orden del día en Las Vegas. También la falta de vigor de Trump. Se presentó como un viejo cansado y confuso de 70 años de edad, alimentando a las ardillas en el parque de sus ilusiones.
Así pues, cada mentira, cada insulto, cada ofuscamiento de Trump ante algo de lo que no tenía ni la más remota idea apenas lograron hacer mella en la opinión que tenía el público de él. Lo que resonó fue cuando se lanzó en contra del pueblo, en contra del instrumento más poderoso de una nación que se gobierna a sí misma.
Para entender cómo es que Trump llegó hasta este punto hay que saber quién está moldeando su visión del mundo. El arquitecto del último intento del candidato por destruir al país junto con él es Steve Bannon, ex director de un sitio Web de derecha e impulsor de teorías conspiracionistas: Breitbart. Bannon no es precisamente republicano.
“Yo soy leninista”, reveló en una conversación relatada por Ronald Radosh en The Daily Beast. “Lenin quería destruir al Estado y ese es también mi objetivo. Quiero tumbar todo y destruir todo el establecimiento de hoy.”
Posteriormente, Bannon dijo que no recordaba esa conversación. Pero él es el domador de Trump, aquel cuya influencia vemos en cada minuto que le queda al reloj de arena de esta elección. No hay mejor plano de la destructiva campaña de Trump que esas palabras.
El mismo Trump no tiene ningún plan. Ciertamente no tiene filosofía de gobierno. Cuando se le pregunta por sus valores para la Suprema Corte, el único tema del que puede hablar es la Segunda Enmienda. Pero, en palabras atribuidas a Bannon, él está haciendo todo lo que pueda por acabar con todo.
Así pues, llegamos a este examen de la voluntad de Estados Unidos. ¿Somos el país que envía observadores electorales a las democracias incipientes, con más de dos siglos de experiencia para impartir? ¿Somos una nación de ciudadanos rockwellianos en casillas electorales supervisadas por viejas beatas? ¿Hay algún porvenir en el país de Trump? ¿O solo nos queda el sórdido bar con un candidato buscando desesperadamente una “mujer de 10” a última hora?
Su amenaza en la noche del debate, con la que tomó en rehenes a la validez misma de la elección, no debe de sorprendernos. Trump está desprovisto de nacionalismo y parece odiar al país que quiere dirigir. Ha estado tratando de derribar a esta nación y a sus instituciones más preciadas a lo largo de toda su campaña. Una y otra vez, él ha defendido a Rusia antes que a Estados Unidos.
Ha atacado la libertad de expresión  –el derecho concedido por la enmienda anterior a la única que conoce–  amenazando a sus enemigos de la prensa. Esa misma Primera Enmienda garantiza que la religión no podrá ser usada para juzgarnos, otra cosa que él ha hecho a un lado.
Cuando la mayoría se ve en un espejo grande, ve una nación de inmigrantes. Ve familias que huyeron de la hambruna, que huyeron de la guerra, que huyeron de países que no les ofrecían la esperanza de poseer bienes o tener voz en la selección del líder. Trump sólo ve amenazas y gentuza de acento extraño.
Él ataca al estado de derecho, al proceso debido, a la separación de poderes. Promete encarcelar a sus rivales. Y descalifica a un juez federal por sus raíces étnicas.
Como observara el escritor David Frum: “¿Quién de nosotros no se ha despertado en Las Vegas sintiendo que se puso en vergüenza la noche anterior?” Trump jamás sabrá que se puso en vergüenza. Pero en el último debate, su verdadera personalidad quedó expuesta: la de un estadounidense que se odia a sí mismo.

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