Opinion

¿Dónde quedó Niko Liko?

Cecilia Ester Castañeda/
Escritora

2016-10-15

No es de sorprender que tantas celebraciones de origen mitológico relacionadas con la muerte se hagan presentes en esta temporada donde ronda ya la cercanía de la larga noche representada tradicionalmente por el invierno para la sobrevivencia humana, con todos sus embajadores culturales del más allá: las calaveras, los espíritus de Halloween.
Tampoco extraña ver figuras arquetípicas mezcladas con elementos del imaginario moderno o de mercadotecnia. Claro, se suma también el desencanto con el sistema actual en forma de irreverencia y cuestionamiento transmitidos instantáneamente a través de las redes sociales.
Uno de los personajes que siempre han acompañado al hombre es, precisamente, el payaso. Algo tienen en común el “Viejo” de los matachines, el nórdico Loki, el bufón de las cortes e incluso el Guasón. En cierto sentido, el juego, las bromas, la malicia, los trucos, la magia y los engaños se asocian con la torpeza, el ridículo y la tontería. Son dos caras del mismo ser: el idiota-genio, el buenazo capaz de alta dosis de maldad.
Tradicionalmente, según los estudiosos dicho arquetipo desafiante de las reglas y desquiciador de todo ha servido como una válvula de escape que se burla de los absurdos humanos, compensa la rigidez del Gobierno o la religión, rompe tabúes, ayuda a manejar las emociones en tiempos de crisis o contribuye a buscar perspectivas distintas.
No obstante sus variantes formas y funciones sociales, podemos decir, la figura del payaso nunca se irá. 
Hasta ahí el elemento mitológico. Hoy en día estamos viendo el renacimiento de un personaje con aura de peligro, de desdén, representado por el rumor de misteriosos payasos rondando en las calles. El hecho de que aparentemente esta nueva ola del fenómeno cultural haya surgido en Estados Unidos tiene mucha lógica. Con su fuerza mediática y de mercado, el vecino país constituye fuente inevitable para el imaginario global. 
Además, entran en juego otros factores muy americanos. El momento político estadounidense refleja inconformidad, miedo incluso, en varios sectores de la población. El anonimato que proporciona un disfraz de tanta carga simbólica como el payaso lo vuelve una fuente de poder instantáneo perfecto. En estos tiempos las consignas en las paredes han perdido novedad, las manifestaciones requieren una organización colectiva. En cambio, a cualquiera una máscara y una peluca le resultan muy fáciles de adquirir. Y basta quitárselas en unos cuantos segundos para escabullirse evitando represalias.
Obviamente no hace falta sentir deseos de reivindicación ni justicia social para gozar la adrenalina de un disfraz de miedo. Con un poco de tiempo y ganas de divertirse se puede pasar un buen rato. Hoy en día la cultura de lo macabro es tan popular —“¡así se hace!”, diría Allan Poe a Stephen King— que los personajes de algunas caricaturas infantiles parecen alienígenas deformes y el próximo domingo los juarenses están convocados acudir vestidos de zombis a un evento familiar para recabar alimentos no perecederos. La crudeza se manifiesta por todas partes, cual contemporáneo Guernica sobre un mundo cuyos cimientos tiemblan.
Luego está la industria de los disfraces: imitar en son de broma o de admiración el aspecto de superhéroes, protagonistas de cuentos de hadas, celebridades, políticos y demás se celebra como transmisor de valores en una sociedad mediática de aspiraciones consumistas. Ahí tenemos las fiestas infantiles, o fechas como el cercano Día de Brujas, claro.
No extrañan entonces los reportes de que en la frontera se hayan disparado las ventas del disfraz del payaso “diabólico”. Y, trátese de un fenómeno estadounidense o no, de seguro este mes en Ciudad Juárez continuaremos teniendo conocimiento sobre escalofriantes avistamientos callejeros de solitarios bromistas captados vía Facebook en vez de capturados en patrullas. ¿Qué mejor burla a lo establecido que mantenerse indefinidamente en el ciberespacio aprovechando la escasa confianza en las autoridades? Asustar sin hacer siquiera “¡buuu!” puede ser un empoderamiento muy tentador: nadie lo denuncia, todos lo comentan.
A mí no me preocuparían los payasos de todas edades pidiendo dulces el día 31. Igual que muchos disfrazados —la gran mayoría de manera muy somera— juarenses, resultan fáciles de identificar entre los grupitos en busca de las pocas casas con adornos de temporada donde les regalen algo en medio de tantas puertas cerradas.  
En cuanto a los “tenebrosos”, al parecer ya no se sabe si es más peligroso ver a un payaso de expresión malévola de fábrica o exponerse a ser linchado vistiéndose como uno. Según reportes locales, en todo caso, quienes han pagado los platos rotos son los payasos de oficio. Se ha corrido la voz de no contratarlos y ya hasta niños han amenazado con agredirlos a pedradas en fiestas de cumpleaños. 
Mayor riesgo representan los oportunistas. Claro que una máscara resulta muy útil a la hora de ocultar la identidad a fin de cometer un ilícito, una transgresión o una mera travesura. Por ello, trátese del Santo o de alguien con cachucha y lentes oscuros, conviene mantenerse alerta al lenguaje corporal de cualquier persona con el rostro oculto así como poner atención al entorno.
Pero el verdadero peligro consiste en el bloqueo de la conciencia individual —desindividualización, le llaman los sicólogos— generado por el anonimato que otorga la máscara, cualquier máscara. Entonces, dadas las condiciones adecuadas, una persona puede llegar a ser capaz de realizar actos impensables en el ambiente cotidiano donde da la cara.  A mí en lo personal me parecen más tenebrosos los políticos disfrazados de salvadores infalibles tan convencidos de sus superpoderes que creen estar exentos de la rendición de cuentas y poseer el don de la sabiduría.
Por lo pronto intentemos no difundir la sicosis, evaluemos cada situación y aprendamos de aquel digno representante del gremio de los payasos tan admirado por generaciones de juarenses. Niko Liko solía responder con un tranquilo “¡ah, qué muchachito!” cada vez que lo insultaban por teléfono en pleno programa de televisión en vivo durante los intermedios de las caricaturas. 

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