Opinion

De política y cosas peores

Armando Fuentes Aguirre

2016-10-13

Don Cucoldo regresó de un viaje. Venía preocupado, pues dejó enfermo a su compadre Pitorraudo, y no sabía de su salud. Le preguntó a su esposa: “¿Cómo se encuentra mi compadre?”. Antes de que la señora pudiera responder se adelantó su hijito: “Es muy fácil, papi. Lo único que tienes que hacer es abrir la puerta del clóset. Ahí lo encontrarás”… Rosibel le contó a su amiga Susiflor: “Anoche salí con un ganadero del norte, alto y fornido. Me dejó una impresión muy profunda”. “¿De veras?” –se interesó Susiflor–. “Sí –confirmó Rosibel–. Se me echó encima, y me quedó grabada en la barriga la hebilla de su cinturón”… Un individuo llegó al Cielo. San Pedro, el portero celestial, le dijo: “Podrás entrar en la morada de la eterna bienaventuranza, pero antes tendrás que superar tres pruebas que en el infierno te pondrá el demonio. Yo iré contigo a ver cómo te comportas”. Descendieron, pues, los dos al orco. La primera prueba consistió en hacer que el hombre pasara frente a una mesa llena de viandas exquisitas. El tipo ni siquiera las miró. Exclamó con alegría: “¡San Pedro! ¡Vencí la tentación de gula!”. Luego se le hizo pasar por un aposento lleno de monedas de oro. El individuo hizo un gesto desdeñoso. Le comunicó feliz, al apóstol de las llaves: “¡San Pedro! ¡Vencí la tentación de la avaricia!”. La tercera prueba era la más difícil: se trataba de saber si el individuo podía resistir la tentación de la lujuria. Lo introdujeron en una sala llena de hermosísimas huríes, bayaderas y odaliscas que danzaban con movimientos lascivos al compás de una música sensual. El hombre pasó frente a ellas impávido, impertérrito e incólume. Prorrumpió lleno de júbilo: “¡San Pedro! ¡Vencí la tentación de. ¡San Pedro! ¡San Pedro! ¿Dónde estás, San Pedro?”… Esta bonísima mujer cuyo nombre he de callar por el cariño que guardo a su memoria era prostituta. Ahora se dice “sexoservidora”. Entre sus muchas cualidades poseía un ingenio peregrino. Decía por ejemplo: “No entiendo a los hombres. Nos ven las piernas como locos, y a la hora de la hora es lo primero que hacen a un lado”. Solía decir también: “Nosotras tenemos la mejor tienda de todas. Dime de algún otro comerciante que venda su mercancía y se quede con ella”. A veces algún majadero le tocaba las pompas al pasar. Ella le reclamaba enérgicamente su desmán: “Para eso son, cabrón, pero se piden”. He ahí la enorme diferencia entre Bill Clinton y Trump. La más notoria dama con la que Clinton tuvo trato otorgó su consentimiento para ello (y no sólo de dientes para afuera). El verraco Trump, en cambio, ve a las mujeres como cosas de las que puede echar mano a su capricho; objetos inertes y sin voluntad. Pienso –y espero– que las denuncias sobre sus insolencias sexuales y la estúpida actitud que muestra en relación con la mujer habrán de cerrarle el camino hacia la Casa Blanca, y otra vez hago la evocación de aquella linda suripanta que decía con extrañeza: “Lo que más me piden los hombres en materia de sexo es que les cuente mentiras a sus amigos acerca de su medida y de su desempeño”… La pequeña Rosilita gemía desconsoladamente: “¡Se va a morir Clorilia!” –sollozaba–. Clorilia era la  joven y atractiva criadita de la casa. Su madre se sorprendió: “¿Por qué supones eso?”. Replicó la niñita entre sus lágrimas. “Oí que mi papá le dijo: ‘De esta noche no pasas, chula”… Don Añilio, señor rico en calendarios, cortejaba con discreción a Himenia Camafría, madura señorita soltera. Una tarde le dijo lleno de emoción romántica: “Querida amiga: la veo y palpito”. “¡Repórtese usted, caballero! –se indignó la señorita Himenia–. ¡Yo no soy pa’ eso que usted dice!”. (No le entendí). FIN.

 

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