Opinion

Se me hacen pocos… y mal armados

Víctor Orozco/
Analista Polítco

2016-09-24

Los organizadores de las marchas a favor de la familia “natural”, afirman que juntaron a un millón y cuarto de mexicanos condenando el matrimonio igualitario y oponiéndose a la educación sexual en las escuelas. Otros dicen que el número es bastante exagerado y que apenas fueron cuatrocientos mil en todo el país, según informes de los periódicos locales. Deseo creer a la primera versión.
Somos un país de 120 millones de habitantes, de los cuales alrededor de 80 por ciento se asumen como católicos, o al menos así lo informan en los censos los jefes de familia, la madre, el padre, los abuelos. Un 12 por ciento profesaría otros cultos, del resto se sabe que cerca de un 5 por ciento se dijo ateo o sin religión. Hasta allí. Hay un margen de entre 3 y 5 por ciento que no conseguí llenar, no obstante la consulta de diversas fuentes. Si consideramos el gigantesco aparato a disposición de la jerarquía católica, promotora central de las manifestaciones, compuesto por cerca de siete mil parroquias y otros tantos centros pastorales, alrededor de diecisiete mil curas y casi treinta mil monjas (a partir de datos ofrecidos por el INEGI en 2012), sumados a los cientos de organizadores vinculados a la iglesia, el resultado es bastante magro. En términos relativos, son pocos pues, los manifestantes.
¿Y por qué no marchan los millones de católicos? La respuesta es sencilla: la mayoría de ellos no acude porque no están de acuerdo con las directrices y las políticas de sus pastores que pretenden discriminar a los homosexuales regresándolos al clóset o manteniéndolos en el mismo. O bien, que no desean ignorantes a sus niños en conocimientos elementales sobre el sexo de las personas.
Algunos dirigentes políticos y pastores suponen que pueden poner al enorme “rebaño” tras de sí. No sucede de esta manera. Nunca ha pasado. Hubo una época, hasta antes de 1861, que la Iglesia católica monopolizaba la educación, influía decisivamente en el ejército, poseía el 40 por ciento de la propiedad territorial y por tanto, comandaba una formidable coalición de fuerzas sociales y militares reacias al cambio. Se opuso a la libertad religiosa, al matrimonio civil, al divorcio, a la secularización de los cementerios, a la enseñanza libre, a la fragmentación de los latifundios eclesiásticos, al pago de impuestos, a la igualdad jurídica. Y lo hizo empeñando en ello todo su poderío, provocando incluso guerras sangrientas. El Papa y los obispos excomulgaron a quienes se casaran ante los jueces del registro civil, a quienes adquirieran fincas de propiedad eclesiástica, a quienes pretendieran eliminar los fueros y privilegios de sacerdotes y militares, a los funcionarios que juraran cumplir con las leyes civiles.
No obstante, perdieron la guerra y la apuesta histórica. México enfiló su rumbo hacia una república laica, de libertades públicas, separó a la iglesia del Estado y declaró que todo mundo tenía el derecho de creer o no creer en dogmas religiosos. Y, este gigantesco paso hacia la convivencia civilizada, hacia la libertad, lo dieron, lo impulsaron o lo aceptaron... los católicos, puesto que hace siglo y medio, salvo unos cuantos, todos lo eran. En un extenso arco de tiempo, independientemente de coyunturas nacionales que pueden durar décadas, los fundamentalistas han perdido porque sus argumentos cada vez se tornan más débiles. Los de hoy, hacen agua por todos lados, se pueden rebatir desde cualquier ángulo que se escoja: el homosexualismo no es una enfermedad y es tan antiguo como el heterosexualismo, no existe tal cosa como la “familia natural”, las parejas del mismo sexo han existido desde siempre, hombres y mujeres solteros han adoptado infantes (Juan Gabriel dixit), los homosexuales, en su inmensa mayoría, provienen de parejas heterosexuales, etc. En la escuela, según el nivel de comprensión para cada edad, el educando debe recibir información completa, sin ocultamientos. Si al niño nada se le dice de las relaciones sexuales, de las anatomías femenina y masculina, de que existen distintas preferencias sexuales o peor aún, si se le infunden prejuicios y desprecios por lo diferente, crecerá lleno de telarañas en su cerebro, con odios e intolerancias. Las movilizaciones actuales, que la porción más numerosa del clero promueve contra el derecho de las personas a contraer matrimonio con personas del mismo sexo y contra la enseñanza de conocimientos sobre la sexualidad en las escuelas, a corto plazo, no tienen posibilidades de triunfo. Antes, fracasaron siempre quienes pretendieron marginar o limitar derechos a otras minorías o incluso a mayorías como el caso de las mujeres. Son pocos y mal armados. Su arsenal ideológico y teórico es endeble y muy pobre. Puede imponerse por un tiempo sólo allí donde prevalecen gobiernos autoritarios y oportunistas, aliados con las iglesias organizadas, como Rusia o Nicaragua. De ninguna manera donde se respeta un mínimo haz de relaciones democráticas.
Esto lo saben quienes han estudiado algo de historia. Y, desde luego los inspiradores o directores intelectuales de estas marchas. Pero, entonces ¿de verdad piensan que ganarán la batalla? No ésta, pero sí otras. Amenazando, comprando, aprovechando coyunturas y apuros electorales de partidos políticos, estos poderes fácticos encabezados por el clero político ganan terreno y logran torcer el laicismo del estado y de las instituciones públicas. La ley, deja entonces de ser universal para abrazar dogmas. Las ceremonias cívicas se tornan en religiosas. ¿Cuántos gobernadores mercachifles llevamos en esta década que hipócritamente han “consagrado” sus estados al Sagrado Corazón de Jesús? ¿Y cuántos presidentes municipales abusones se han soltado dando vivas a Cristo Rey, a la Virgen de Guadalupe, al Papa, etc., el 15 de septiembre?
La defensa del estado laico, por la separación entre la iglesia y el estado, entre la religión y la política, son causas que nos atañen a todos. Creyentes y no creyentes. Sobre todo a estos últimos, si no quieren ver a su fe y a sus creencias en el mercado de cambio entre políticos corruptos y jerarcas del clero.
El tema de fondo en esta disputa político-ideológica no es, aunque lo aparente, el de los matrimonios igualitarios o de la educación sexual en las escuelas públicas. Lo que se discute es si el Estado mexicano y en su conjunto las instituciones públicas son capaces de mantener la separación con las iglesias y si permiten que los dogmas religiosos se eleven por encima de la ley o se incluyan en la misma. Cedida esta fortaleza de las libertades ciudadanas, se debilitan todas las demás. Pronto tendremos de vuelta a la censura, a las trabas para la investigación científica, al dominio de clérigos y pastores con su ignorancia y sus extremas limitaciones, la persecución de mujeres que abortan, la condena de candidatos a puestos públicos no gratos a las iglesias, la desviación de enormes recursos del erario para sostenerlas y su principal aspiración: la educación religiosa en las escuelas oficiales. En fin todo lo que caracteriza a un estado confesional.
Por ello, es hora de edificar una gran alianza política por el Estado laico. En ella deben tener cabida, todos quienes compartan el ideario del liberalismo político y las pautas de una sociedad abierta. De todos los partidos políticos y credos religiosos. Es el momento de construirla.

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