Opinion

Las víctimas más jóvenes de la violencia

Cecilia Ester Castañeda

2016-08-24

Desatendidos, sobreprotegidos, estigmatizados, aislados, excluidos o traumados, la gran mayoría de los menores juarenses nacidos en las inmediaciones del año 2000 vivieron los peores años de violencia fronteriza con su libertad menoscabada y una sobreexposición casi continua a la agresividad. Los más grandes compartieron también la sensación de pérdida con los adultos, pero todos fueron víctimas del fenómeno generalizado de desensibilización por la cercanía y frecuencia de sucesos “potencialmente traumatizantes”.
Verán, el ser humano se acostumbra a la violencia. Cuando abundan los ejemplos de la agresividad —en vivo o ficticia— como una conducta válida y éstos se reproducen una y otra vez por medio del número históricamente récord de las plataformas actuales resulta más fácil perder la perspectiva y dejar de sorprenderse ante hechos en otras circunstancias inquietantes.
Se activan procesos sicológicos que previenen la respuesta de angustia prolongada con sociedades enteras adaptándose a una cotidianidad violenta, elevando su grado de tolerancia e imitando o extendiendo por sí mismas las respuestas agresivas a todo nivel.
Ahora imaginen a niños criados en un entorno así. Para ellos puede ser normal ver películas con sangre en la televisión o, lo que es peor, presenciar en casa gritos y descalificaciones. Adivinen cuál es uno de sus impulsos a la hora de solucionar diferencias.
En el caso de los años recientes en Ciudad Juárez, sin embargo, todo lo anterior se intensificó. Aún más, pues ocupar los primeros lugares de violencia en el mundo significó la posibilidad de ser testigo de manera repetida de delitos y crímenes cercanos. Si a nivel comunitario no estábamos preparados, los menores se hallaban en una edad más vulnerable.
Y las víctimas jóvenes directas de la violencia fueron muchas. Algunas, sí, perdieron la vida; otras todavía padecen secuelas físicas de lesiones sufridas hace años. ¿Disponen estos últimos del tratamiento y la rehabilitación adecuados? No estoy muy segura. Con demasiada frecuencia han carecido de continuidad inclusive los programas establecidos ex profeso, sin contar los casos ambiguos sin acceso a servicios médicos o donde se demoró o negó la atención por el peligro implicado.
Por encima de las heridas físicas, sin embargo, está las repercusiones sicológicas y conductuales que no se notan o cuya manifestación es tardía o no se asocia directamente con el entorno de inseguridad. Los niños que perdieron a seres cercanos o vivieron o atestiguaron actos violentos representan una especie de víctimas de guerra, con todos los traumas y connotaciones potenciales de ello. La inmensa mayoría de los huérfanos, los hostigados, los desplazados, los desnutridos, los exiliados, los obligados a abandonar sus estudios, los maltratados que han vivido en el interior de sus hogares las consecuencias directas de la tensión y el peligro generalizados han salido al paso sin apoyo comunitario o institucional.
Y si se han quedado en el limbo sus necesidades alimenticias, de techo y educativas, mucho menos han sido proporcionados a nivel colectivo los respaldos afectivo-emocionales-terapéuticos que los protejan y ayuden a desarrollar las herramientas a fin de superar el enorme desafío para una vida tan joven.
Entonces no nos sorprendamos si están llegando a la mayoría de edad generaciones fronterizas con altos índices de depresión y lo que los especialistas denominan estrés postraumático. La ansiedad crónica, dicen, tiene diversas manifestaciones, pero todas afectan el tejido social.
Siempre estamos a tiempo de allanar el camino a nuestros ciudadanos con secuelas de dolor, ira o miedo. Existen recursos aplicables a varios niveles y, como se ha declarado ya, poseemos una cultura “resiliente”. Pero no podemos perder de vista que en lo que respecta a los menores víctimas de la violencia lo peor llega cuando crecen, según opinión de una experta colombiana quien hace poco visitó la frontera.

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