Opinion

De política y cosas peores

Catón

2015-06-28

Distrito Federal- Son falsas las versiones que hablan de un México republicano, el de los liberales juaristas, austero, sobrio y de moralidad acrisolada. Desde la época de la Colonia se había enseñoreado de la vida política de México una corrupción que nunca hemos sido capaces de vencer. El famoso “unto mexicano” –así se llamaba en el virreinato lo que hoy conocemos con el nombre de “mordida”– fue uno de los primeros usos que los extranjeros conocían al venir aquí. Con los españoles llegaron a México dos grandes males: la sífilis y la corrupción. A la primera la acabó la ciencia; con la segunda parece que no podrá acabar ni el Padre Eterno. Ya en la Nueva España se veía esa rampante corrupción. Títulos, dignidades, condecoraciones, grados militares, prebendas religiosas, todo era objeto de ilícito comercio. Unos se enriquecían vendiendo a otros la oportunidad de enriquecerse. El tráfico de influencias era cosa común y tolerada. Un cierto barbero le cayó en gracia a un virrey recién llegado, a quien agradó el despejado ingenio del rapista. Le preguntó si quería alguna merced. ¿Un cargo en la administración? ¿Un estanco donde obtener ganancia? Nada de eso quería el fígaro. Le dijo al virrey que lo único que le pedía es que al ir en su carroza se detuviera un momento al pasar por su barbería y lo saludara con amabilidad. Así lo hizo el virrey, sorprendido por lo poco que pedía su peluquero. Y sucedió que todos los cortesanos, al ver la amistad del rapabarbas con el alto señor, empezaron a acercarse a él para pedirle que al afeitar a Su Excelencia le deslizara algunas palabras al oído en su favor. Por aquel servicio cobraba el barbero buenas sumas, con lo que se enriqueció bien pronto. La corrupción no sólo tenía género masculino. Una virreina llegó acá y observó que las damas mexicanas lucían espléndidos collares de finísimas y grandes perlas. De inmediato hizo correr el rumor, difundido por sus damas españolas, de que las perlas habían pasado de moda ya en Europa, y que se consideraba cursi y paya a la mujer que las usaba. Las pobres señoras del país, azoradas, empezaron a vender sus perlas, que fueron compradas a precio vil por hábiles agentes de la virreina. Cuando ésta volvió a España sus ricas perlas fueron la admiración y envidia de la corte. Los militares que vinieron con Maximiliano aprendieron pronto que en México casi todo se podía comprar. Pero ellos mismos no tardaron en aprender los usos mexicanos. Un visitante alemán se sorprendió al encontrar en la capital dos grandes almacenes de telas y ropa. Todo tipo de géneros se podían hallar ahí, y a precio menor que en cualquier parte, pues venían sin pagar flete en los barcos de guerra franceses. Tampoco cubrían los derechos de las aduanas, y eran traídos a costa del gobierno. ¿Quién era el propietario de esos almacenes? El mismísimo mariscal Bazaine, principal comandante de la expedición francesa. Tal parece, entonces, que la corrupción no es solamente mexicana. Va, como el instinto sexual y el de conservación, en la naturaleza del hombre. Sólo la aplicación recta de la ley puede frenarla. Y en México la ley es letra muerta, o por lo menos bastante desmadrada. Mañana debería aparecer aquí “El chiste más pelado del primer semestre del año”. Sin embargo doña Tebaida Tridua, censora de la pública moral, interpuso un amparo, y retrasó por un día la publicación del vitando chascarrillo, que verá la luz el próximo miércoles. ¡No se lo pierdan mis cuatro lectores!

Don Chinguetas y doña Gorgolota viajaron a un país de oriente. Un jeque vio a la señora y se prendó al instante de ella, pues le gustaban las mujeres gordas, y doña Gorgolota era abundante en carnes. Le dijo a Don Chinguetas: “Te compro a tu mujer”. Respondió él, desconcertado: “No está en venta”. Insistió el jeque: “Te doy 100 camellos por ella”. Después de una larga pausa volvió a contestar el marido: “No. Definitivamente no la vendo”. El jeque masculló algunas maldiciones y se fue. Doña Gorgolota, furiosa, le preguntó a su esposo por qué había tardado en contestar. Respondió don Chinguetas: “Es que me costó trabajo calcular lo que me costaría llevar a casa los 100 camellos”. FIN.

X