Opinion

Estado laico

Jesús Antonio Camarillo

2015-06-26

La noción de “Estado laico” envuelve muchos elementos, sin embargo, podríamos referirnos a tres medulares: la histórica separación entre el Estado y las iglesias; el ámbito de la autonomía y libertad de las personas, y el vínculo de la laicidad con la igualdad.

Me interesa en esta pieza traer a colación la idea del Estado laico en medio de la discusión sobre el denominado “matrimonio igualitario”. Hace unos días, la Suprema Corte de Justicia de la Nación determinó la inconstitucionalidad de las codificaciones civiles de las entidades federativas que restrinjan la finalidad del matrimonio a la procreación de la especie y que pretendan fijar como requisitos del matrimonio las preferencias sexuales de quienes pretendan contraerlo. En ese sentido, la corte ha sido enfática en que ambos parámetros son discriminatorios al excluir injustificadamente a aquellas parejas que se ubican en supuestos distintos a las parejas heterosexuales.

Mi interés en rescatar la noción del Estado laico en este tema está relacionado con la idea de que la laicidad se construye todos los días, sobre todo en sede constitucional y en sede deliberativa. Con esto me refiero a que nuestras instituciones ya no pueden retroceder a la idea de un Estado “confesional” regulado por supuestas verdades absolutas y trascendentes, cuando menos no en los dominios de los Estado reputados como democráticos.

El asunto al que tanto revuelo se ha dado es un asunto de derechos básicos. No es un asunto de fe o de creencias. Y por supuesto, el alcance y los límites de los derechos se discuten con reglas argumentativas claras que permitan optimizar los escenarios donde eventualmente ciertos derechos colisionen con otros. Pero no se puede discutir trayendo consigo un costal cargado de dogmas y pasando de una falacia a otra.

El dogmatismo lo refiero a una actitud francamente deplorable en el que los poseedores de la verdad absoluta se quieren apropiar hasta de los usos del lenguaje al considerar un supuesto vínculo necesario entre lenguaje y naturaleza. Así,  dicen ellos, el matrimonio debe ser sólo entre un hombre y una mujer y con el claro propósito de procrear la especie. Esa supuesta transición de la naturaleza al valor, y luego de ahí a la norma, jamás la justifican racionalmente. Manifiestan su fe, explicitan su creencia, pero no aportan argumento alguno. Sólo el dogma.

Y por supuesto, en una Estado laico, el mundo de las creencias de cada quien debe respetarse. Pero la cuestión de los derechos en ese escenario de laicidad ya es otro. Lo es desde el surgimiento del Estado moderno. La lucha por los derechos es una que se articula todos los días tratando de ganar los mejores espacios para la convivencia, la libertad y la igualdad. Mis credos ya no pueden ubicarse por encima de los derechos básicos de nadie y el Estado no puede estar ya a estas alturas sirviendo de comparsa a quienes históricamente se han opuesto al progreso racional de la civilización.

Si el legislador, salvo contadas excepciones, ha sido timorato y no ha querido entrarle al quite en la deliberación sobre la temática que nos ocupa, es de aplaudir que sean los máximos órganos jurisdiccionales los que den la cara, en un panorama en el que se quiera o no la figura del Estado laico irrumpe en franca antítesis del Estado confesional, sedicente portador de la verdad absoluta, eterna e inmutable.

Recordemos que, después de todo, la laicidad es también una defensa de la bandera de la pluralidad ante quienes seguirán pretendiendo imponer el estandarte anacrónico de las condiciones únicas y totales.

Los retos que el Estado laico afronta son cotidianos y por ello debe ponerse a prueba como precondición y esquema de explicitación conceptual necesario para la garantía y satisfacción de los derechos de todos.

 

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