Pascal Beltrán del Río
2015-05-26Distrito Federal- ¿Qué debe hacer la policía, una unidad de élite, si tiene conocimiento de que hombres equipados con rifles de alto poder están atrincherados y amenazan con usar esas armas o de plano las disparan?
En Francia lo tienen claro: conminarlos a rendirse y, si esto no se logra, ir por ellos. Y en caso de que su captura ponga en peligro a los agentes u otras personas, tirar a matar.
Eso fue lo que sucedió en enero pasado, como corolario del atentado contra la publicación Charlie Hebdo.
Después de irrumpir en la redacción del semanario satírico, en París, y matar a cuantos pudieron –periodistas y policías por igual–, los hermanos Said y Cherif Kouachi, dos yihadistas, escaparon en un vehículo y se escondieron en una bodega del poblado de Dammartin-en-Goële.
Un empleado, que permaneció oculto, dio aviso a las autoridades. Unidades de élite rodearon el sitio. Pasadas las 5 de la tarde del 9 de enero, los hermanos Kouachi fueron abatidos por la policía.
Ese mismo día, Amedy Coulibaly, un cómplice de los hermanos, entró en un supermercado y tomó como rehenes a varias personas con el propósito de negociar la fuga de los Kouachi. A cuatro de ellas las asesinó. Antes, había baleado a una agente de tránsito. A la misma hora, la policía penetró en el lugar y mató a Coulibaly cuando éste intentó salir disparando su arma.
La reacción de la opinión pública francesa fue de alivio. Una población que suele ser muy activa en la crítica de la autoridad, salió masivamente a las calles para respaldar los valores republicanos.
Sorprendió a muchos que la gente aplaudiera a la policía, que está acostumbrada a que la cuestionen e incluso que le tiren piedras.
Estoy hablando de hechos recientes en Francia, país cuna de los derechos humanos.
Aunque la policía había rastreado la identidad de los tres terroristas –gracias a una credencial olvidada y a datos de ADN–, nada aseguraba al 100% que los encapuchados que actuaron contra Charlie Hebdo fueran en realidad los hermanos Kouachi.
Después se confirmó que, efectivamente, habían sido ellos, pero ningún juez los había condenado previamente. Aún los protegía el manto de la presunción de inocencia y, pese a ello, después de los hechos del 9 de enero, ninguna pluma reconocida en Francia reclamó que a Said y Cherif Kouachi ni a Amedy Coulibaly los hubieran ejecutado extrajudicialmente.
En México, después de los hechos de Tanhuato, se han escrito cosas increíbles, como suponer que porque no hubo un mayor número de policías muertos en el enfrentamiento del viernes, eso equivale automáticamente a que los 42 hombres atrincherados en el rancho El Sol fueron ejecutados.
Es decir, si el agresor tiene mala puntería, o está atolondrado porque el operativo lo agarró dormido, eso lo vuelve víctima del Estado. ¡Vaya lógica!
Esa suposición, aparentemente, no requiere de análisis de balística ni otras pruebas periciales. Basta con que le lata a quien lo escribe.
Si de especular se trata, ¿por qué no preguntarse cuál era la necesidad de llevarse a tres detenidos después del operativo del viernes? Si era una venganza por los hechos del 1 de mayo, como han sostenido algunos sin esgrimir pruebas, ¿por qué no matarlos a todos en caliente?
No se trata de creer a pie juntillas la versión de la autoridad, sino de no volar al hacerlo.
Si existe una versión oficial de los hechos, es válido ponerla a prueba, pero eso se hace con información, no con mera suspicacia.
Llama la atención cómo, para algunos, no importan los hechos de Chilapa, donde las ejecuciones y desapariciones de meses recientes se atribuyen a una banda delictiva y no a autoridad alguna. O les resultan menos interesantes que los hechos de Tanhuato, donde se puede desatar la imaginación y hablar de ejecuciones extrajudiciales.
Si me preguntan a mí, me parece mucho más culpable el gobierno federal en Chilapa, por su grave omisión, que en Tanhuato, donde –por lo que se alcanza a ver y en tanto no se demuestre lo contrario con datos confirmados– se aplicaron los protocolos.