Opinion

Un episodio lejano, a propósito de Dios

Víctor Orozco

2015-05-23

Cuando estudiaba el primer año de la carrera de Derecho en la Universidad de Chihuahua mi amigo Alberto Sáenz Enriquez, quien era profesor de Filosofía en la escuela Preparatoria, autor de un libro para principiantes de aquella rama del saber y un bibliómano consumado (Por entonces me regaló el voluminoso Diccionario de Filosofía de Nicola Abbagnano) convocó a un debate sobre la existencia de Dios. De seguro que hoy parecería insólito, pero en 1965 corrían vientos de libertad y los jóvenes nos apasionábamos por discutir hasta estas enredadas cuestiones. En el antiguo Teatro de Cámara de la UACH, que lució abarrotado, tres o cuatro estudiantes,  –no recuerdo el número- nos pusimos a exponer nuestros argumentos. Una parte de los asistentes estaba formada por católicos que venían a refrendar su fe y si era necesario a defenderla a como diera lugar de los “comunistas”. Otra, la integraban curiosos que deseaban escuchar cómo alguien combatía o dudaba de la existencia del ser supremo. Una minoría, se componía por atrevidos y hasta insolentes que polemizábamos sobre todo lo habido y por haber en los salones, en los pasillos, en los jardines de la Universidad o en las cantinas de la ciudad, las cuales no se llamaban todavía bares o antros. (Había una donde el viejo cantinero tenía listo un grueso diccionario enciclopédico bajo la barra, para resolver en el acto cualquier disputa. ¡La prehistoria antes del internet!).
Poco antes, me había picado la duda sobre la divinidad, así que estaba en el bando de los “ateos”. A riesgo de ser abucheado en el mejor de los casos o sacado a patadas en el peor, expuse mis razones, toscas unas y otras no tanto. Llevaba una ventaja sobre mis contrincantes. No desde luego debida a  la inteligencia o a la ilustración, sino porque ellos iban a defender una certidumbre, a repetir argumentos adquiridos en la iglesia o en sus familias, pero con escaso discernimiento. Por mi parte, tenía por lo menos dos años que me devanaba los sesos en largas caminatas a lo largo de la Avenida Juárez,  cerca de la cual se ubicaba la casa de asistencia donde residía, propiedad de Doña Eva Morales, una generosa matrona batopilense y en cualquier ambiente que encontraba inspirador, como los atardeceres silenciosos de mi pueblo. Me había formado como casi todos en la fe en Dios y hasta le rezaba por las noches. Pero comencé a preguntarme y a preguntarme. Le di vueltas a la cuestión considerando todas las aristas que pude imaginarme. Discutí con Sáenz quien era en ese tiempo quizá un deísta y seguí con mis cavilaciones. Con este bagaje me presenté en el debate.
Inicié mi intervención con algunas paradojas muy simples -o simplonas me dijeron-, pero irrebatibles. Si Dios es omnipotente ¿Puede suicidarse?. ¿Puede construir un objeto que él mismo no pueda destruir?. En cualquier caso el razonamiento llevaba a demostrar que la divinidad o no existía o no era omnipotente y entonces no era tal Dios. Mis quebraderos de cabeza, me condujeron de cualquier manera a cuestiones más complejas: ¿Es posible que el espacio y el tiempo puedan dejar de existir?. Es más, ¿Es posible siquiera concebir que no existan?. ¿Que sucede si el tiempo se detiene?. ¿No seguirá transcurriendo?. Y si no existiera el espacio, tendríamos que suponerle unos límites, pero ¿Que habría más allá de esas fronteras?. Necesariamente otro espacio. Es decir, ambos, espacio  y tiempo son infinitos y no pueden ser creados. Por lo pronto, pues, ninguno debe su existencia a Dios. Son imprescindibles, pero éste no lo es. Puedo olvidarme de la divinidad, es decir, pensar que no existe. Del tiempo y del espacio no puedo hacerlo. Pero luego, razonaba, espacio y tiempo sólo tienen sentido asociados a la materia. Es en ella donde se expresan. Luego, también la materia es increada, incausada, infinita y no prescindible. Y de allí para adelante, todos los cambios hasta el origen de la vida y del mismo hombre pueden ser explicados. No se necesita a la divinidad.
El otro asunto que se ventilaba en el debate era el de los valores. Éstos, argumentaban mis interlocutores son eternos y dictados por Dios. Es él quien separa  lo justo de lo injusto, lo bueno de lo malo. Mi réplica caminaba por preguntarles: ¿Y si no existe quien aprecie la belleza o la justicia?. ¿Había valores en la época de los dinosaurios?. Si Dios es el origen de todo, ¿Con cuál propósito creo el mal? ¿No será que nuestro sentido del bien es independiente de la creencia en Dios? (Como ahora lo reconoce afortunadamente el Papa Francisco) Muy a la medida, César Durán, un amigo desde la secundaria y formidable ajedrecista, supo de la ironía de Bertrand Russell y me la pasó: viendo como está el mundo, seguramente fue creado por el Diablo, en un descuido de Dios. Mi conclusión era que los famosos valores se labraban en el curso de la historia de los hombres, donde se modificaban. Ponía de ejemplo a la esclavitud, ahora reprobada, pero tenida por buena en la antigüedad. Por este camino tampoco se llegaba a la existencia de Dios.
Menos aún servía la senda de las religiones, cuya versión es un Dios igual al hombre, con pasiones, odios y amores, como el iracundo Jehová de la Biblia. (Conocida por mi gracias en gran parte a mi tía Chepa, anciana y bondadosa hermana mayor de mi abuelo, de quien se contaba que había leído el famoso libro varias veces. Por cierto, algo advirtió en mis preguntas de niño, porque un día me regaló su gastado ejemplar). Así que también cuestionaba a los polemistas: si la Biblia es la palabra de Dios, entonces debían estar allí frutos de toda la creación, ¿Por que no habla de los incas, los mayas o los chinos o de los animales y las plantas americanas?. ¿Jesucristo supo de estas civilizaciones o del maíz, de los bisontes o de las llamas?. La respuesta era sencilla: la Sagrada Escritura, al igual que el Corán de los musulmanes o el Talmud de los judíos, reunía leyendas, mitos, reglas morales, saberes, de comunidades o pueblos cuyos alcances apenas iban más allá del Medio Oriente y el norte de África. No había allí palabra alguna dictada por la supuesta divinidad.
Y, agregaría ahora, la historia es imprevisible. En estas colectividades, dónde nunca brillaron manifestaciones elevadas del pensamiento y la creación artística, como en Grecia y en Roma, se desarrollaron en cambio cultos religiosos que andando el tiempo se sobrepusieron y subyugaron a los primeros. Sus dioses, únicos, celosos e intolerantes acabaron por imponer la oscuridad de la intolerancia y el fanatismo. La filosofía es "sierva de la religión", se proclamó de manera triunfante durante mil años. Pero no sólo, también la ciencia, el arte, el Estado y la vida íntima de las personas fueron colocados bajo el escrutinio de los administradores de la confesión. Quizá haya sido ésta la mayor tragedia de la civilización occidental, pues a pesar de las rupturas y emancipaciones que llevan siglos, todavía las sociedades siguen cargando con las losas de creencias brotadas en estos pueblos primitivos. Pero, sobre todo con la opresión de los poderosos intereses y organizaciones que las promueven  y las usufructúan.
Volviendo al debate, diré que terminó como otros parecidos. Cada quien se llevó sus razonamientos sin modificar y con seguridad  sin convencer a nadie. Probablemente alguno se fue con la duda, como  las que a mí me taladraban. A la salida y en la parada del camión, un ferviente católico, con quien después entablé amistad, me espetó: “Supe que andas dudando de la existencia de Dios y te voy a partir la madre”. “Pues, a lo mejor me la partes o a lo mejor yo te la parto, pero en ningún caso resolveríamos la cuestión”, le respondí.

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